29 DE ABRIL - JUEVES –
4ª - SEMANA DE PASCUA – B –
Santa Catalina de Siena
Fiesta
Lectura
de la primera
carta del apóstol san Juan1,5—2,2
Queridos hermanos :
este es el mensaje que hemos oído de Jesucristo y que os anunciamos: Dios es
luz y en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que estamos en comunión con él y
vivimos en las tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero, si caminamos
en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos en comunión unos
con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia de todo pecado. Si decimos
que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si
confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados
y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos
mentiroso y su palabra no está en nosotros. Hijos míos, os escribo esto para
que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a
Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no
solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.
Palabra de Dios.
Salmo 102
Bendice, alma mía, al Señor.
Bendice, alma mía, al
Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.R/
El Señor es compasivo y
misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia.
No está siempre acusando
ni guarda rencor perpetuo. R
Como un padre siente
ternura por sus hijos,
siente el Señor ternura por los que lo temen;
porque él conoce nuestra masa,
se acuerda de que somos barro. R
La misericordia del
Señor
dura desde siempre y por siempre,
para aquellos que lo temen;
su justicia pasa de hijos a nietos:
para los que guardan la alianza. R/
Lectura del santo evangelio según
san Mateo 11,25-30
En aquel tiempo, tomó la
palabra Jesús y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has
revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido
entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce
al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí
todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo
sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y
encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi
carga ligera».
Palabra del Señor.
1. Hoy celebramos la memoria de Santa Catalina de
Siena, virgen y doctora. Patrona de Europa. Las lecturas propias que nos ofrece
la liturgia en este día nos ayudan para captar el sentido profundo de su figura
y de su obra. La primera lectura de la carta del apóstol San Juan nos ofrece
una clave importante de interpretación para comprender en qué consiste la
santidad. Quien «camina en la luz» y «practica la verdad» (vv. 7-8) vive en
comunión con Dios y con los hermanos y es purificado de sus pecados por la
sangre de Jesús. Este es el testimonio que encontramos en Catalina de Siena.
Una mujer que en su tiempo supo caminar en la luz y practicar la verdad.
El texto de la carta de Juan también nos interpela.
Continúa diciendo: quien «camina en las tinieblas» y «no practica la verdad»
(vv.6.8) se engaña a sí mismo, no vive en comunión con Cristo y sus hermanos y
está lejos de la salvación. De hecho, el creyente auténtico sabe reconocer su
pecado delante de Dios, lo confiesa, y confía en el perdón del Señor siempre
«fiel y justo». Este es el itinerario de santidad que todos los bautizados
estamos llamados a recorrer, para dejarnos transformar por la gracia de Dios
que se nos ha dado en la vida entregada de su Hijo, Jesucristo.
2. En el evangelio de Mateo encontramos el
llamado «Magnificat de Jesús». Nos permite conocer el corazón del Hijo y nos
invita a poner en Él nuestra morada. Jesús alaba a Aquel que es «Señor del
cielo y de la tierra», llamándolo familiarmente «Padre», lo alaba
por la sabiduría, que insondable en su simplicidad, no puede ser conquistada
por el esfuerzo humano de perspicacia o erudición. La sabiduría de Dios es
siempre puro don, es un regalo a aquellos que abren su corazón con absoluta
simplicidad. (v.25). Solo estos «pequeños» son capaces de recibir con
naturalidad los grandes misterios del Reino de los Cielos anunciado por Jesús.
Considero que en esta misma perspectiva debemos ver los santos y santas de la
Iglesia.
3. Jesús afirma que esta es la voluntad del
Padre. En esta afirmación descubrimos su propio rostro interior definido por su
total adhesión a la voluntad del Padre, de quien todo lo recibe y a quien todo
lo entrega en una «obediencia de amor». Esta experiencia es la que nos abre a
la comunión perfecta con Dios, que en el lenguaje bíblico se expresa con el término:
«conocimiento», no como un conocer racional, sino como una relación vital, en
la cual Jesús nos puede llevar. De ahí la invitación a cargar con su yugo y a
aprender de Él, a hacer nuestro su modo de ser y actuar, para sabernos ubicar
en nuestro mundo. De esto también nos da testimonio Catalina de Siena, a quien
le pedimos que interceda por nosotros.
Santa Catalina de
Siena,
Virgen y Doctora
Virgen y doctora de la Iglesia, patrona de Europa y de
Italia, que, habiendo entrado en las Hermanas de la Penitencia de Santo
Domingo, deseosa de conocer a Dios en sí misma y a sí misma en Dios, se esforzó
en asemejarse a Cristo crucificado y trabajó también enérgica e incansablemente
por la paz, para que el Romano Pontífice regresara a la Urbe y por la unidad de
la Iglesia, dejando espléndidos documentos llenos de doctrina espiritual.
Vida de Santa Catalina
de Siena
Fue el día de la Anunciación de la Virgen y Domingo de
Ramos de 1347. La Iglesia y Siena, con cánticos y ramos de olivo, daban la
bienvenida a la niña Catalina, que veía la luz de este mundo en una casa de la
calle de los Tintoreros, en el barrio de Fontebranda.
A Catalina y a su hermana gemela Giovanna les
habían precedido ya otros veintidós hermanos y les siguió otro, en el hogar
cristiano y sencillo de Giacomo Benincasa y Lapa de Puccio del Piangenti.
Del padre, tintorero de pieles, parece haber heredado Catalina
la bondad de corazón, la caridad, la dulzura inagotable, y de la madre, mujer
laboriosa y enérgica, la firmeza y la decisión.
Catalina, niña, era alegre, bulliciosa, vivaracha; su
encanto la hacía un poco el centro del cariño del amplio círculo familiar y de
las amistades. A sus cinco o seis años tuvo su primera experiencia de lo
sobrenatural —una visión en el valle Piatta— que marcó una huella definitiva en
su vida y la dejó orientada hacia Dios. "A partir de esta hora pareció
dejar de ser niña", cuenta uno de sus biógrafos. Comprendió la vida de los
que se habían entregado a la santidad y sintió nacer en sí unos irresistibles
deseos de imitarlos.
Se volvió más reservada, más juiciosa; buscaba más la
soledad para tratar a solas con Dios. Ante un altar de la Virgen tomó la
resolución de no querer nunca por esposo a nadie más que a Jesucristo. Pero no
tendría que esperar a que llegara la madurez de su juventud para poder medir el
valor y el sentido de su consagración a Dios.
Entonces, y en Italia, a los doce años, una joven tenía
que empezar a preocuparse de su porvenir, y, en consecuencia, de su arreglo
personal y buen parecer para agradar a los hombres. Lapa había ya casado a dos
de sus hijas y pensaba que buscar el matrimonio era, al fin, como para ella
había sido, la misión de toda mujer.
Hasta los quince años de Catalina duró la obstinada
presión familiar. Jamás desistió ella de su primer deseo de virginidad, pero
tuvo, ciertamente, una crisis en su fervor. Su vida espiritual aflojó al dejar
penetrar en su alma, con una vanidad muy femenina, el deseo de complacer a las
criaturas (su madre y sus hermanas) más que a Dios. La hermana Buenaventura,
con más éxito que los demás, la había inducido a preocuparse de los vestidos, a
teñirse el cabello, a realzar su belleza natural con el maquillaje de aquellos
tiempos, casi tan completo y complejo como el de los actuales. Pero esta
hermana murió en un parto en el mes de agosto de 1362. Las lágrimas abundantes
de Catalina no fueron solamente por la pérdida de su hermana predilecta. La
vela mortecina junto a aquel cadáver hizo penetrar una luz nueva en su alma.
Ella la llamaba siempre su conversión, su vuelta a Dios, su retorno a la
entrega sin reservas ni resortes de ninguna clase.
La lucha familiar se exaspera en torno de Catalina,
hasta convertirse en una especie de persecución tenaz que la reduce a la
condición de una sirvienta y la encierra en un aislamiento que ella aprovecha
para entrar en la "celda interior" del conocimiento de sí misma y del
trato habitual con Dios, que ya no abandonará de por vida. Aumenta de modo casi
inconcebible sus maceraciones, su ayuno, su constante vigilia, hasta agotar la
exuberancia y las fuerzas corporales de que hasta entonces había gozado.
Excepcionalmente, dados sus diecisiete años, es
admitida entre las hermanas de la Penitencia de Santo Domingo, especie de
terciarias dominicas, llamadas mantellate por el manto negro que llevaban sobre
el hábito blanco ceñido por una correa. Sin abandonar el ambiente familiar,
vivían con unas reglas propias bajo la dirección de una superiora y de un
director, religioso dominico, y desarrollaban una extraordinaria actividad espiritual
y benéfica. Eran las almas consagradas a los enfermos y a los pobres.
Sus primeros años de mantellata se caracterizan por una
intensísima vida espiritual, con sus luchas que la purifican y elevan, por su
caridad inexhausta e incansable mortificación interior y exterior, por una
parte, y, por otra, por las elevadas y delicadísimas gracias místicas con que
Dios la regala frecuentísimamente. Son casi cuatro años de vida solitaria entre
combates furiosos y tentaciones sutiles, y el trato personal de inefable
dulzura con Jesucristo, la Santísima Virgen, los santos.
El recogimiento, arrobado a veces, con que oraba, el
llanto incontenible, a pesar de las prohibiciones del confesor, al acercarse a
comulgar, lo que empezaba a oírse de sus mortificaciones, agitó inevitablemente
la marea del ambiente de una ciudad religiosa, con sus capillitas y sus bandos,
como la Siena del 1300: celos de mujeres devotas, escepticismo de frailes y
sacerdotes, los doctos que opinan de la ignorancia un tanto atrevida, según ellos,
de la hija del tintorero Benincasa, los corrillos de vecinas en el barrio, en
el típico lavadero de Fontebranda, los rumores que llegan a los salones
elegantes y a las tertulias acomodadas...
Y por la calleja pendiente que lleva a Fontebranda
se ve descender una dama noble, un grave eclesiástico, un campanudo maestro en
teología, el mozo despreocupado y libre hacia la tintorería para hablar con
Catalina, que contaba apenas unos veinte años. Tomás de la Fuente, entonces su
confesor, la había autorizado para ello. Su vibrante angustia materna por las
almas la obligaba a darse siempre que se la pudiese necesitar. Son los albores
de una fecunda maternidad espiritual, que no iba a limitarse a los senos
misteriosos de la intimidad del Cuerpo Místico; son los primeros contactos de
una nueva gran familia que nace.
Iba a empezar para esta criatura enferma y frágil el
portento de una actividad múltiple de apostolado, de acción política y
diplomática en favor de la Iglesia. Dios la iba preparando para esta misión con
sus gracias y sus pruebas. Le hacía ahondar incesantemente en la consideración
de la propia "nada" frente al "Ser" de Dios, base de toda
su vida espiritual. La admirable vida activa que llevaría a cabo por voluntad
de Dios hasta el día de su muerte necesitaba una no menos admirable intensidad
de vida interior. Pero en Catalina la actividad y el recogimiento jamás
entraron en colisión ni se desarrollaron en doloroso contrapunto, como en la
mayor parte de las almas. Eran dos modos externamente distintos, internamente
idénticos, de amor a Dios, de darse a Dios, de vivir su entrega de modo eficaz
y práctico.
En el umbral de su vida pública de apostolado y de
acción pacificadora entre las potencias terrenas se verifica su místico
desposorio con Jesús, del que, como testimonio perenne, guardará en su dedo,
hasta la muerte, una alianza imperceptible a todos los demás.
En mayo de 1374 se reunía en Florencia, en la capilla
llamada "de los españoles", el Capítulo general de la Orden de
Predicadores. Por la responsabilidad que a la Orden podía caberle, tratándose
de una terciaria, el Capítulo asumió la tarea del examen del espíritu de
Catalina Benincasa. Lo aprobó y le señaló como confesor y director al hombre
sabio, prudente, fervoroso que era Raimundo de Capua. Por Raimundo de Capua,
elegido al poco de morir Catalina maestro general de la Orden, conocemos, con
riquísima abundancia de detalles, la vida, las virtudes, las gracias místicas y
las actividades de la que fue su hija y maestra al mismo tiempo.
La terrible peste negra que ha pasado a la historia
como la gran mortandad y en la que pereció más de la tercera parte de la ciudad
de Siena, ofreció a Catalina y a Raimundo de Capua y demás
"caterinatos", a su retorno de Florencia, una nueva oportunidad para el
heroísmo en su amor al prójimo.
Luego las ciudades de Pisa, donde —entre otros
prodigios-- recibió los estigmas invisibles de la Pasión; Lucca, cuya alianza
con Florencia en la lucha contra el Papa trató de impedir a toda costa, y de
nuevo Pisa y Siena fueron el escenario del vivir virtuoso y del apostolado de
la Santa.
Movida por su implacable anhelo de servicio de la
Iglesia y rogada por la ciudad de Florencia, que se hallaba castigada con la
pena del entredicho por su rebeldía contra el Papa, Catalina emprende en la
primavera de 1376 su viaje a la corte pontificia de Aviñón. Estaba íntimamente
convencida de que la presencia del Romano Pontífice en su Sede de Roma tenía
que contribuir grandemente a la reforma de las costumbres, a la sazón muy
relajadas en los fieles, en los religiosos y en el clero alto y bajo, y a la
pacificación del hervidero de luchas enconadas de las pequeñas repúblicas que
formaban el mosaico político de Italia entre sí y de buena parte de ellas con
el poder temporal de la Santa Sede.
Con la humilde y sumisa intrepidez con que antes y en
otras ocasiones había dirigido sus cartas al sucesor de Pedro, le habló
personalmente en esta ocasión. Aquella terciaria de veintinueve años no tenía
más razones que las razones de Dios, Gregorio XI, de carácter débil y
fluctuante, decidió, por fin, abandonar Aviñón y volver a Roma el 13 de
septiembre de aquel mismo año.
Al año siguiente una misión de paz lleva a Catalina al
castillo de Roca de Tentennano, en la Val D'orcia. La acompañan algunos
frailes, entre ellos su director fray Raimundo de Capua, algunos discípulos y
mantellate. Apacigua los miembros de las familias de los señores del Valle y su
estancia allí se convierte en una singular y fecundísima misión pública.
Mientras tanto, la situación política de Florencia se
había ido agravando desde los últimos meses. Los florentinos exasperados se
habían rebelado contra el entredicho pontificio y habían celebrado
insolentemente solemnidades religiosas en la plaza de la Señoría. El Papa manda
a Catalina a Florencia. En una de las sublevaciones populares la Santa se ve
amenazada de muerte. En medio de las negociaciones, Gregorio XI es sucedido por
Urbano VI, al que la Santa escribe cartas que son un puro clamor de angustia,
una súplica instante. Llega, por fin, la paz entre la ciudad de Florencia y la
Santa Sede, pero poco después empieza a verificarse uno de los más amargos
vaticinios de Catalina: el cisma de Occidente, con su antipapa, cisma al que
abrieron las puertas, más que el carácter áspero y duro de Urbano VI, la
ambición de unos gobiernos y la relajación y poco espíritu de los cardenales de
la Corte pontificia.
De retorno a Siena, sumida el alma en la amargura
indecible de los males que agobian a la Santa Iglesia, Catalina se engolfa en
la contemplación de la Misericordia y de la Providencia y vuelca su alma de
fuego, toda la luminosa experiencia del conocimiento de Dios y de sí misma,
todo el ardor de su anhelo por el bien de la Santa Iglesia, en las páginas de
este libro incomparable, que la contiene y resume a toda ella, que es el
Diálogo de la Divina Providencia.
Las páginas vivas, palpitantes, del Diálogo contienen
el grito inenarrable que compendia toda la existencia y la misión de Catalina,
dirigido a Dios: "Por tu gloria, Señor, salva al mundo". Santa Catalina
escribió en él no lo que sabía, sino lo que vivía, lo que era, recogiendo una
serie de experiencias místicas que se habrían perdido definitivamente para
nosotros sí, de modo providencial, no hubieran encontrado el eco cálido en las
páginas del Diálogo. Con la misma fuerza captamos en ellas la respuesta divina
en una promesa de misericordia sobre el hombre y la Santa Iglesia y en la
enseñanza de los caminos por los que el hombre hallará su salvación.
En octubre de 1378 había terminado el dictado a tres de
sus discípulos, que la servían también de secretarios para su abundante
correspondencia. Hasta nosotros han llegado casi 400 cartas, vivo retrato de su
alma excepcional, eco apasionado en su mayor parte, de sus objetivos: la
reforma y la cruzada para la reconquista de los Santos Lugares,
El Papa la quiere, en estas horas luctuosas, junto a
sí, en Roma. En la Ciudad Eterna lleva a cabo una ardiente campaña en favor del
verdadero papa Urbano VI. Habla en Consistorio a los cardenales, sigue
escribiendo cartas a las personas de mayor influencia, llama junto a sí a las
más relevantes personalidades, por su santidad, que había en Italia. Su visión
es clara, irreductible: los males de la Iglesia no tienen más remedio que una
inundación de santidad en los miembros de la jerarquía y en el pueblo fiel. No
por esto deja de estar presente y de trabajar infatigable entre los partidarios
de uno y de otro Papa.
En los primeros meses del año 1380 —último de su
existencia terrena— la vida de Catalina parece una pequeña llama inquieta que
apenas puede ser ya contenida por la fragilidad del cuerpo que se desmorona.
Pero mientras viva será un holocausto por la Santa Iglesia. Ella misma había
escrito antes: "Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia".
"Cerca de las nueve —dice en una emocionante carta a su director—, cuando
salgo de oír misa, veríais andar una muerta camino de San Pedro y entrar de
nuevo a trabajar en la nave de la Santa Iglesia. Allí me estoy hasta cerca de
la hora de vísperas. No quisiera moverme de allí ni de día ni de noche, hasta
ver a este pueblo sumiso y afianzado en la obediencia de su Padre, el
Papa". Allí, arrodillada, en un éxtasis de sufrimiento interior y de
súplica, se siente aplastada por el peso de la navicella, la nave de la
Iglesia, que Dios le hace sentir gravitar sobre sus hombros frágiles de pobre
mujer. "Catalina —escribía otro de sus discípulos— era como una mansa mula
que sin resistencia llevaba el peso de los pecados de la Iglesia, como en su
juventud había llevado desde la puerta de la casa hasta el granero los pesados
sacos de trigo."
Cerca de la iglesia y del convento de los padres
dominicos de Santa María de la Minerva, en la Vía di Papa, tenía durante su
estancia en Roma su humilde habitación. Dicta sus últimas cartas-testamento,
desbordantes de ternura y de firmeza, con su habitual visión sobrenatural de
todas las cosas. Interrumpe reiteradamente su dictado, con un suspiro hondo:
"Pequé, Señor; compadécete de mí", o con el grito anhelante de amor a
Jesucristo crucificado que había consumido toda su existencia: "Sangre,
sangre".
Rodeada de muchos de sus discípulos y seguidores,
consumida hasta el agotamiento y el dolor por la enfermedad, ofrendaba el
supremo holocausto de una vida consagrada íntegramente a Dios y a la Santa
Iglesia. Con las palabras de Jesús: "Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu", radiante su cara de luz inusitada, inclinó suavemente la cabeza
y entregó su alma a Dios, en la plenitud del estallido de la primavera romana.
Era el 29 de abril, domingo antes de la Ascensión del Señor del año 1380.
La Santa Madre Iglesia, con el sello de su autoridad,
avaló el prodigio de santidad de la humilde hija del tintorero de Siena, por
boca de su vicario Pío II, al canonizarla solemnemente en la festividad de San Pedro y San Pablo del año 1461.
29 DE ABRIL - JUEVES –
4ª - SEMANA DE PASCUA – B –
Santa Catalina de Siena
Fiesta
Lectura
de la primera
carta del apóstol san Juan1,5—2,2
Queridos hermanos :
este es el mensaje que hemos oído de Jesucristo y que os anunciamos: Dios es
luz y en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que estamos en comunión con él y
vivimos en las tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero, si caminamos
en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos en comunión unos
con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia de todo pecado. Si decimos
que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si
confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados
y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos
mentiroso y su palabra no está en nosotros. Hijos míos, os escribo esto para
que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a
Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no
solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.
Palabra de Dios.
Salmo 102
Bendice, alma mía, al Señor.
Bendice, alma mía, al
Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.R/
El Señor es compasivo y
misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia.
No está siempre acusando
ni guarda rencor perpetuo. R
Como un padre siente
ternura por sus hijos,
siente el Señor ternura por los que lo temen;
porque él conoce nuestra masa,
se acuerda de que somos barro. R
La misericordia del
Señor
dura desde siempre y por siempre,
para aquellos que lo temen;
su justicia pasa de hijos a nietos:
para los que guardan la alianza. R/
Lectura del santo evangelio según
san Mateo 11,25-30
En aquel tiempo, tomó la
palabra Jesús y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has
revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido
entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce
al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí
todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo
sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y
encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi
carga ligera».
Palabra del Señor.
1. Hoy celebramos la memoria de Santa Catalina de
Siena, virgen y doctora. Patrona de Europa. Las lecturas propias que nos ofrece
la liturgia en este día nos ayudan para captar el sentido profundo de su figura
y de su obra. La primera lectura de la carta del apóstol San Juan nos ofrece
una clave importante de interpretación para comprender en qué consiste la
santidad. Quien «camina en la luz» y «practica la verdad» (vv. 7-8) vive en
comunión con Dios y con los hermanos y es purificado de sus pecados por la
sangre de Jesús. Este es el testimonio que encontramos en Catalina de Siena.
Una mujer que en su tiempo supo caminar en la luz y practicar la verdad.
El texto de la carta de Juan también nos interpela.
Continúa diciendo: quien «camina en las tinieblas» y «no practica la verdad»
(vv.6.8) se engaña a sí mismo, no vive en comunión con Cristo y sus hermanos y
está lejos de la salvación. De hecho, el creyente auténtico sabe reconocer su
pecado delante de Dios, lo confiesa, y confía en el perdón del Señor siempre
«fiel y justo». Este es el itinerario de santidad que todos los bautizados
estamos llamados a recorrer, para dejarnos transformar por la gracia de Dios
que se nos ha dado en la vida entregada de su Hijo, Jesucristo.
2. En el evangelio de Mateo encontramos el
llamado «Magnificat de Jesús». Nos permite conocer el corazón del Hijo y nos
invita a poner en Él nuestra morada. Jesús alaba a Aquel que es «Señor del
cielo y de la tierra», llamándolo familiarmente «Padre», lo alaba
por la sabiduría, que insondable en su simplicidad, no puede ser conquistada
por el esfuerzo humano de perspicacia o erudición. La sabiduría de Dios es
siempre puro don, es un regalo a aquellos que abren su corazón con absoluta
simplicidad. (v.25). Solo estos «pequeños» son capaces de recibir con
naturalidad los grandes misterios del Reino de los Cielos anunciado por Jesús.
Considero que en esta misma perspectiva debemos ver los santos y santas de la
Iglesia.
3. Jesús afirma que esta es la voluntad del
Padre. En esta afirmación descubrimos su propio rostro interior definido por su
total adhesión a la voluntad del Padre, de quien todo lo recibe y a quien todo
lo entrega en una «obediencia de amor». Esta experiencia es la que nos abre a
la comunión perfecta con Dios, que en el lenguaje bíblico se expresa con el término:
«conocimiento», no como un conocer racional, sino como una relación vital, en
la cual Jesús nos puede llevar. De ahí la invitación a cargar con su yugo y a
aprender de Él, a hacer nuestro su modo de ser y actuar, para sabernos ubicar
en nuestro mundo. De esto también nos da testimonio Catalina de Siena, a quien
le pedimos que interceda por nosotros.
Santa Catalina de
Siena,
Virgen y Doctora
Virgen y doctora de la Iglesia, patrona de Europa y de
Italia, que, habiendo entrado en las Hermanas de la Penitencia de Santo
Domingo, deseosa de conocer a Dios en sí misma y a sí misma en Dios, se esforzó
en asemejarse a Cristo crucificado y trabajó también enérgica e incansablemente
por la paz, para que el Romano Pontífice regresara a la Urbe y por la unidad de
la Iglesia, dejando espléndidos documentos llenos de doctrina espiritual.
Vida de Santa Catalina
de Siena
Fue el día de la Anunciación de la Virgen y Domingo de
Ramos de 1347. La Iglesia y Siena, con cánticos y ramos de olivo, daban la
bienvenida a la niña Catalina, que veía la luz de este mundo en una casa de la
calle de los Tintoreros, en el barrio de Fontebranda.
A Catalina y a su hermana gemela Giovanna les
habían precedido ya otros veintidós hermanos y les siguió otro, en el hogar
cristiano y sencillo de Giacomo Benincasa y Lapa de Puccio del Piangenti.
Del padre, tintorero de pieles, parece haber heredado Catalina
la bondad de corazón, la caridad, la dulzura inagotable, y de la madre, mujer
laboriosa y enérgica, la firmeza y la decisión.
Catalina, niña, era alegre, bulliciosa, vivaracha; su
encanto la hacía un poco el centro del cariño del amplio círculo familiar y de
las amistades. A sus cinco o seis años tuvo su primera experiencia de lo
sobrenatural —una visión en el valle Piatta— que marcó una huella definitiva en
su vida y la dejó orientada hacia Dios. "A partir de esta hora pareció
dejar de ser niña", cuenta uno de sus biógrafos. Comprendió la vida de los
que se habían entregado a la santidad y sintió nacer en sí unos irresistibles
deseos de imitarlos.
Se volvió más reservada, más juiciosa; buscaba más la
soledad para tratar a solas con Dios. Ante un altar de la Virgen tomó la
resolución de no querer nunca por esposo a nadie más que a Jesucristo. Pero no
tendría que esperar a que llegara la madurez de su juventud para poder medir el
valor y el sentido de su consagración a Dios.
Entonces, y en Italia, a los doce años, una joven tenía
que empezar a preocuparse de su porvenir, y, en consecuencia, de su arreglo
personal y buen parecer para agradar a los hombres. Lapa había ya casado a dos
de sus hijas y pensaba que buscar el matrimonio era, al fin, como para ella
había sido, la misión de toda mujer.
Hasta los quince años de Catalina duró la obstinada
presión familiar. Jamás desistió ella de su primer deseo de virginidad, pero
tuvo, ciertamente, una crisis en su fervor. Su vida espiritual aflojó al dejar
penetrar en su alma, con una vanidad muy femenina, el deseo de complacer a las
criaturas (su madre y sus hermanas) más que a Dios. La hermana Buenaventura,
con más éxito que los demás, la había inducido a preocuparse de los vestidos, a
teñirse el cabello, a realzar su belleza natural con el maquillaje de aquellos
tiempos, casi tan completo y complejo como el de los actuales. Pero esta
hermana murió en un parto en el mes de agosto de 1362. Las lágrimas abundantes
de Catalina no fueron solamente por la pérdida de su hermana predilecta. La
vela mortecina junto a aquel cadáver hizo penetrar una luz nueva en su alma.
Ella la llamaba siempre su conversión, su vuelta a Dios, su retorno a la
entrega sin reservas ni resortes de ninguna clase.
La lucha familiar se exaspera en torno de Catalina,
hasta convertirse en una especie de persecución tenaz que la reduce a la
condición de una sirvienta y la encierra en un aislamiento que ella aprovecha
para entrar en la "celda interior" del conocimiento de sí misma y del
trato habitual con Dios, que ya no abandonará de por vida. Aumenta de modo casi
inconcebible sus maceraciones, su ayuno, su constante vigilia, hasta agotar la
exuberancia y las fuerzas corporales de que hasta entonces había gozado.
Excepcionalmente, dados sus diecisiete años, es
admitida entre las hermanas de la Penitencia de Santo Domingo, especie de
terciarias dominicas, llamadas mantellate por el manto negro que llevaban sobre
el hábito blanco ceñido por una correa. Sin abandonar el ambiente familiar,
vivían con unas reglas propias bajo la dirección de una superiora y de un
director, religioso dominico, y desarrollaban una extraordinaria actividad espiritual
y benéfica. Eran las almas consagradas a los enfermos y a los pobres.
Sus primeros años de mantellata se caracterizan por una
intensísima vida espiritual, con sus luchas que la purifican y elevan, por su
caridad inexhausta e incansable mortificación interior y exterior, por una
parte, y, por otra, por las elevadas y delicadísimas gracias místicas con que
Dios la regala frecuentísimamente. Son casi cuatro años de vida solitaria entre
combates furiosos y tentaciones sutiles, y el trato personal de inefable
dulzura con Jesucristo, la Santísima Virgen, los santos.
El recogimiento, arrobado a veces, con que oraba, el
llanto incontenible, a pesar de las prohibiciones del confesor, al acercarse a
comulgar, lo que empezaba a oírse de sus mortificaciones, agitó inevitablemente
la marea del ambiente de una ciudad religiosa, con sus capillitas y sus bandos,
como la Siena del 1300: celos de mujeres devotas, escepticismo de frailes y
sacerdotes, los doctos que opinan de la ignorancia un tanto atrevida, según ellos,
de la hija del tintorero Benincasa, los corrillos de vecinas en el barrio, en
el típico lavadero de Fontebranda, los rumores que llegan a los salones
elegantes y a las tertulias acomodadas...
Y por la calleja pendiente que lleva a Fontebranda
se ve descender una dama noble, un grave eclesiástico, un campanudo maestro en
teología, el mozo despreocupado y libre hacia la tintorería para hablar con
Catalina, que contaba apenas unos veinte años. Tomás de la Fuente, entonces su
confesor, la había autorizado para ello. Su vibrante angustia materna por las
almas la obligaba a darse siempre que se la pudiese necesitar. Son los albores
de una fecunda maternidad espiritual, que no iba a limitarse a los senos
misteriosos de la intimidad del Cuerpo Místico; son los primeros contactos de
una nueva gran familia que nace.
Iba a empezar para esta criatura enferma y frágil el
portento de una actividad múltiple de apostolado, de acción política y
diplomática en favor de la Iglesia. Dios la iba preparando para esta misión con
sus gracias y sus pruebas. Le hacía ahondar incesantemente en la consideración
de la propia "nada" frente al "Ser" de Dios, base de toda
su vida espiritual. La admirable vida activa que llevaría a cabo por voluntad
de Dios hasta el día de su muerte necesitaba una no menos admirable intensidad
de vida interior. Pero en Catalina la actividad y el recogimiento jamás
entraron en colisión ni se desarrollaron en doloroso contrapunto, como en la
mayor parte de las almas. Eran dos modos externamente distintos, internamente
idénticos, de amor a Dios, de darse a Dios, de vivir su entrega de modo eficaz
y práctico.
En el umbral de su vida pública de apostolado y de
acción pacificadora entre las potencias terrenas se verifica su místico
desposorio con Jesús, del que, como testimonio perenne, guardará en su dedo,
hasta la muerte, una alianza imperceptible a todos los demás.
En mayo de 1374 se reunía en Florencia, en la capilla
llamada "de los españoles", el Capítulo general de la Orden de
Predicadores. Por la responsabilidad que a la Orden podía caberle, tratándose
de una terciaria, el Capítulo asumió la tarea del examen del espíritu de
Catalina Benincasa. Lo aprobó y le señaló como confesor y director al hombre
sabio, prudente, fervoroso que era Raimundo de Capua. Por Raimundo de Capua,
elegido al poco de morir Catalina maestro general de la Orden, conocemos, con
riquísima abundancia de detalles, la vida, las virtudes, las gracias místicas y
las actividades de la que fue su hija y maestra al mismo tiempo.
La terrible peste negra que ha pasado a la historia
como la gran mortandad y en la que pereció más de la tercera parte de la ciudad
de Siena, ofreció a Catalina y a Raimundo de Capua y demás
"caterinatos", a su retorno de Florencia, una nueva oportunidad para el
heroísmo en su amor al prójimo.
Luego las ciudades de Pisa, donde —entre otros
prodigios-- recibió los estigmas invisibles de la Pasión; Lucca, cuya alianza
con Florencia en la lucha contra el Papa trató de impedir a toda costa, y de
nuevo Pisa y Siena fueron el escenario del vivir virtuoso y del apostolado de
la Santa.
Movida por su implacable anhelo de servicio de la
Iglesia y rogada por la ciudad de Florencia, que se hallaba castigada con la
pena del entredicho por su rebeldía contra el Papa, Catalina emprende en la
primavera de 1376 su viaje a la corte pontificia de Aviñón. Estaba íntimamente
convencida de que la presencia del Romano Pontífice en su Sede de Roma tenía
que contribuir grandemente a la reforma de las costumbres, a la sazón muy
relajadas en los fieles, en los religiosos y en el clero alto y bajo, y a la
pacificación del hervidero de luchas enconadas de las pequeñas repúblicas que
formaban el mosaico político de Italia entre sí y de buena parte de ellas con
el poder temporal de la Santa Sede.
Con la humilde y sumisa intrepidez con que antes y en
otras ocasiones había dirigido sus cartas al sucesor de Pedro, le habló
personalmente en esta ocasión. Aquella terciaria de veintinueve años no tenía
más razones que las razones de Dios, Gregorio XI, de carácter débil y
fluctuante, decidió, por fin, abandonar Aviñón y volver a Roma el 13 de
septiembre de aquel mismo año.
Al año siguiente una misión de paz lleva a Catalina al
castillo de Roca de Tentennano, en la Val D'orcia. La acompañan algunos
frailes, entre ellos su director fray Raimundo de Capua, algunos discípulos y
mantellate. Apacigua los miembros de las familias de los señores del Valle y su
estancia allí se convierte en una singular y fecundísima misión pública.
Mientras tanto, la situación política de Florencia se
había ido agravando desde los últimos meses. Los florentinos exasperados se
habían rebelado contra el entredicho pontificio y habían celebrado
insolentemente solemnidades religiosas en la plaza de la Señoría. El Papa manda
a Catalina a Florencia. En una de las sublevaciones populares la Santa se ve
amenazada de muerte. En medio de las negociaciones, Gregorio XI es sucedido por
Urbano VI, al que la Santa escribe cartas que son un puro clamor de angustia,
una súplica instante. Llega, por fin, la paz entre la ciudad de Florencia y la
Santa Sede, pero poco después empieza a verificarse uno de los más amargos
vaticinios de Catalina: el cisma de Occidente, con su antipapa, cisma al que
abrieron las puertas, más que el carácter áspero y duro de Urbano VI, la
ambición de unos gobiernos y la relajación y poco espíritu de los cardenales de
la Corte pontificia.
De retorno a Siena, sumida el alma en la amargura
indecible de los males que agobian a la Santa Iglesia, Catalina se engolfa en
la contemplación de la Misericordia y de la Providencia y vuelca su alma de
fuego, toda la luminosa experiencia del conocimiento de Dios y de sí misma,
todo el ardor de su anhelo por el bien de la Santa Iglesia, en las páginas de
este libro incomparable, que la contiene y resume a toda ella, que es el
Diálogo de la Divina Providencia.
Las páginas vivas, palpitantes, del Diálogo contienen
el grito inenarrable que compendia toda la existencia y la misión de Catalina,
dirigido a Dios: "Por tu gloria, Señor, salva al mundo". Santa Catalina
escribió en él no lo que sabía, sino lo que vivía, lo que era, recogiendo una
serie de experiencias místicas que se habrían perdido definitivamente para
nosotros sí, de modo providencial, no hubieran encontrado el eco cálido en las
páginas del Diálogo. Con la misma fuerza captamos en ellas la respuesta divina
en una promesa de misericordia sobre el hombre y la Santa Iglesia y en la
enseñanza de los caminos por los que el hombre hallará su salvación.
En octubre de 1378 había terminado el dictado a tres de
sus discípulos, que la servían también de secretarios para su abundante
correspondencia. Hasta nosotros han llegado casi 400 cartas, vivo retrato de su
alma excepcional, eco apasionado en su mayor parte, de sus objetivos: la
reforma y la cruzada para la reconquista de los Santos Lugares,
El Papa la quiere, en estas horas luctuosas, junto a
sí, en Roma. En la Ciudad Eterna lleva a cabo una ardiente campaña en favor del
verdadero papa Urbano VI. Habla en Consistorio a los cardenales, sigue
escribiendo cartas a las personas de mayor influencia, llama junto a sí a las
más relevantes personalidades, por su santidad, que había en Italia. Su visión
es clara, irreductible: los males de la Iglesia no tienen más remedio que una
inundación de santidad en los miembros de la jerarquía y en el pueblo fiel. No
por esto deja de estar presente y de trabajar infatigable entre los partidarios
de uno y de otro Papa.
En los primeros meses del año 1380 —último de su
existencia terrena— la vida de Catalina parece una pequeña llama inquieta que
apenas puede ser ya contenida por la fragilidad del cuerpo que se desmorona.
Pero mientras viva será un holocausto por la Santa Iglesia. Ella misma había
escrito antes: "Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia".
"Cerca de las nueve —dice en una emocionante carta a su director—, cuando
salgo de oír misa, veríais andar una muerta camino de San Pedro y entrar de
nuevo a trabajar en la nave de la Santa Iglesia. Allí me estoy hasta cerca de
la hora de vísperas. No quisiera moverme de allí ni de día ni de noche, hasta
ver a este pueblo sumiso y afianzado en la obediencia de su Padre, el
Papa". Allí, arrodillada, en un éxtasis de sufrimiento interior y de
súplica, se siente aplastada por el peso de la navicella, la nave de la
Iglesia, que Dios le hace sentir gravitar sobre sus hombros frágiles de pobre
mujer. "Catalina —escribía otro de sus discípulos— era como una mansa mula
que sin resistencia llevaba el peso de los pecados de la Iglesia, como en su
juventud había llevado desde la puerta de la casa hasta el granero los pesados
sacos de trigo."
Cerca de la iglesia y del convento de los padres
dominicos de Santa María de la Minerva, en la Vía di Papa, tenía durante su
estancia en Roma su humilde habitación. Dicta sus últimas cartas-testamento,
desbordantes de ternura y de firmeza, con su habitual visión sobrenatural de
todas las cosas. Interrumpe reiteradamente su dictado, con un suspiro hondo:
"Pequé, Señor; compadécete de mí", o con el grito anhelante de amor a
Jesucristo crucificado que había consumido toda su existencia: "Sangre,
sangre".
Rodeada de muchos de sus discípulos y seguidores,
consumida hasta el agotamiento y el dolor por la enfermedad, ofrendaba el
supremo holocausto de una vida consagrada íntegramente a Dios y a la Santa
Iglesia. Con las palabras de Jesús: "Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu", radiante su cara de luz inusitada, inclinó suavemente la cabeza
y entregó su alma a Dios, en la plenitud del estallido de la primavera romana.
Era el 29 de abril, domingo antes de la Ascensión del Señor del año 1380.
La Santa Madre Iglesia, con el sello de su autoridad,
avaló el prodigio de santidad de la humilde hija del tintorero de Siena, por
boca de su vicario Pío II, al canonizarla solemnemente en la festividad de San Pedro y San Pablo del año 1461.
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