5 DE ABRIL LUNES OCTAVA DE PASCUA – B –
San Vicente Ferrer
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (2,14.22-33):
EL día de Pentecostés, Pedro, poniéndose en pie junto con los Once, levantó
su voz y con toda solemnidad declaró:
«Judíos y vecinos todos de Jerusalén, enteraos bien y escuchad atentamente
mis palabras. Israelitas, escuchad estas palabras: a Jesús el Nazareno, varón
acreditado por Dios ante vosotros con milagros, prodigios y signos que Dios
realizó por medio de él, como vosotros sabéis, a este, entregado conforme el
plan que Dios tenía establecido y provisto, lo matasteis, clavándolo a una cruz
por manos de hombres inicuos. Pero Dios lo resucitó, librándolo de los dolores
de la muerte, por cuanto no era posible que esta lo retuviera bajo su dominio,
pues David dice, refiriéndose a el:
“Veía siempre al Señor delante de mí,
pues está a mi derecha para que no
vacile.
Por eso se me alegró el corazón,
exultó mi lengua,
y hasta mi carne descansará
esperanzada.
Porque no me abandonarás en el lugar
de los muertos,
ni dejarás que tu Santo experimente
corrupción.
Me has enseñado senderos de vida,
me saciarás de gozo con tu rostro”.
Hermanos, permitidme hablaros con franqueza: el patriarca David murió y lo
enterraron, y su sepulcro está entre nosotros hasta el día de hoy. Pero como
era profeta y sabía que Dios “le había jurado con juramento sentar en su trono
a un descendiente suyo, previéndolo, habló de la resurrección del Mesías cuando
dijo que “no lo abandonará en el lugar de los muertos” y que “su carne no
experimentará corrupción”.
A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos.
Exaltado, pues, por la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre la promesa
del Espíritu Santo, lo he derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo».
Palabra de Dios
Salmo: 15,1b-2a y 5.7-8 9-10.11
R/. Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.
Yo digo al Señor: «Tú eres mi Dios».
El Señor es el lote de mi heredad y mi
copa,
mi suerte está en tu mano. R/.
Bendeciré al Señor que me aconseja,
hasta de noche me instruye
internamente.
Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré. R/.
Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa esperanzada.
Porque no me abandonarás en la región
de los muertos
ni dejarás a tu fiel ver la
corrupción. R/.
Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu
derecha. R/.
Secuencia (Opcional)
Ofrezcan los cristianos
ofrendas de alabanza
a gloria de la Víctima
propicia de la Pascua.
Cordero sin pecado
que a las ovejas salva,
a Dios y a los culpables
unió con nueva alianza.
Lucharon vida y muerte
en singular batalla,
y, muerto el que es la Vida,
triunfante se levanta.
«¿Qué has visto de camino,
María, en la mañana?»
«A mi Señor glorioso,
la tumba abandonada,
los ángeles testigos,
sudarios y mortaja.
¡Resucitó de veras
mi amor y mi esperanza!
Venid a Galilea,
allí el Señor aguarda;
allí veréis los suyos
la gloria de la Pascua.»
Primicia de los muertos,
sabemos por tu gracia
que estás resucitado;
la muerte en ti no manda.
Rey vencedor, apiádate
de la miseria humana
y da a tus fieles parte
en tu victoria santa.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (28,8-15):
EN aquel tiempo, las mujeres se marcharon a toda prisa del sepulcro; llenas
de miedo y de alegría corrieron a anunciarlo a los discípulos.
De pronto, Jesús salió al encuentro y les dijo:
«Alegraos».
Ellas se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante él.
Jesús les dijo:
«No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me
verán».
Mientras las mujeres iban de camino, algunos de la guardia fueron a la
ciudad y comunicaron a los sumos sacerdotes todo lo ocurrido. Ellos, reunidos
con los ancianos, llegaron a un acuerdo y dieron a los soldados una fuerte
suma, encargándoles:
«Decid que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras
vosotros dormíais. Y si esto llega a oídos del gobernados, nosotros nos lo
ganaremos y os sacaremos de apuros».
Ellos tomaron el dinero y obraron conforme a las instrucciones. Y esta
historia se ha ido difundiendo entre los judíos hasta hoy.
Palabra del Señor
1. Una de las cosas que más llaman la atención, en los relatos
de las apariciones del Resucitado, es la presencia destacada que en estos
relatos tienen las mujeres. Ellas fueron las primeras para ir en busca de
Jesús. Y a ellas fue a quienes primero se apareció.
El Jesús resucitado se nos muestra aún más humano que el Jesús terreno. En
este relato hay que distinguir dos cosas:
1) La experiencia fundamental, que tuvieron aquellas mujeres, al constatar
que Jesús no había sido derrotado y aniquilado por la muerte, sino que, por el
contrario, la había vencido.
2) La "historia" del soborno de los guardias y la simplicidad del
robo del cuerpo que supuestamente hicieron los discípulos.
Lo primero es lo que interesa y en lo que el evangelio de Mateo pone el
acento. Lo del soborno de los guardias es seguramente una vulgar leyenda que se
difundió en aquellos años en algunas comunidades cristianas.
2. Los primeros testigos de la resurrección fueron mujeres. En
este dato insisten los evangelios (Mt 28, 1.5-10; Mc 16, 1-8; Lc 24, 10-11; Jn
20, 1-2). Señal clara de que, entre las primeras comunidades de cristianos, se
difundió la
noticia de que, efectivamente, la
resurrección de Jesús había puesto en evidencia la especial cercanía que las
mujeres tuvieron con él. Y la acogida que Jesús les dio siempre a las mujeres.
Y aquí es importante destacar que, si hoy esto nos llama la atención, en
aquella sociedad tenía que resultar mucho más chocante. Porque entonces, y
concretamente entre los judíos de entonces, la mujer estaba especialmente
marginada y, en no pocas cosas, enteramente excluida.
3. Todo esto nos indica, entre otras cosas, una que profundiza
lo ya dicho:
Jesús, después de su resurrección,
se comportaba (o era experimentado) como un ser "más humano" que
antes de su muerte.
Precisamente cuando Jesús trasciende lo humano y accede a la condición
divina, entonces es cuando se muestra más humano, más cercano, más entrañable.
¿Por qué?
Porque, en los criterios básicos del Evangelio, está el principio según el
cual "lo más divino" se encuentra y se palpa en "lo más
humano".
Porque, en Jesús, Dios se ha humanizado. De forma que en "lo
humano" es donde vemos, tocamos y palpamos "lo divino" (Jn 1,
18; 14, 9; 8, 56-58).
San Vicente Ferrer
San Vicente Ferrer, presbítero de la Orden de Predicadores, que, de origen
español, recorrió incansablemente ciudades y caminos de Occidente, solícito por
la paz y la unidad de la Iglesia, predicando a pueblos innumerables el
Evangelio de la penitencia y la venida del Señor, hasta que en Vannes, de la
Bretaña Menor, en Francia, entregó su espíritu a Dios.
Vida de San Vicente Ferrer
Nació en 1350 en Valencia, España. Sus padres le inculcaron desde muy
pequeñito una fervorosa devoción hacia Jesucristo y a la Virgen María y un gran
amor por los pobres. Le encargaron repartir las cuantiosas limosnas que la
familia acostumbraba a dar. Así lo fueron haciendo amar el dar ayudas a los
necesitados. Lo enseñaron a hacer una mortificación cada viernes en recuerdo de
la Pasión de Cristo, y cada sábado en honor de la Virgen Santísima. Estas
costumbres las ejercitó durante toda su vida.
Se hizo religioso en la Comunidad de los Padres Dominicos y, por su gran
inteligencia, a los 21 años ya era profesor de filosofía en la universidad.
Durante su juventud el demonio lo asaltó con violentas tentaciones y,
además, como era extraordinariamente bien parecido, varias mujeres de dudosa
conducta se enamoraron de él y como no les hizo caso a sus zalamerías, le
inventaron terribles calumnias contra su buena fama. Todo esto lo fue haciendo
fuerte para soportar las pruebas que le iban a llegar después.
Siendo un simple diácono lo enviaron a predicar a Barcelona. La ciudad
estaba pasando por un período de hambre y los barcos portadores de alimentos no
llegaban. Entonces Vicente en un sermón anunció una tarde que esa misma noche
llegarían los barcos con los alimentos tan deseados. Al volver a su convento,
el superior lo regañó por dedicarse a hacer profecías de cosas que él no podía
estar seguro de que iban a suceder. Pero esa noche llegaron los barcos, y al
día siguiente el pueblo se dirigió hacia el convento a aclamar a Vicente, el
predicador. Los superiores tuvieron que trasladarlo a otra ciudad para evitar
desórdenes.
Vicente estaba muy angustiado porque la Iglesia Católica estaba dividida
entre dos Papas y había muchísima desunión. De tanto afán se enfermó y estuvo a
punto de morir. Pero una noche se le apareció Nuestro Señor Jesucristo,
acompañado de San Francisco y Santo Domingo de Guzmán y le dio la orden de
dedicarse a predicar por ciudades, pueblos, campos y países. Y Vicente recuperó
inmediatamente su salud
En adelante por 30 años, Vicente recorre el norte de España, y el sur de
Francia, el norte de Italia, y el país de Suiza, predicando incansablemente,
con enormes frutos espirituales.
Los primeros convertidos fueron judíos y moros. Dicen que convirtió más de 10.000
judíos y otros tantos musulmanes o moros en España. Y esto es admirable porque
no hay gente más difícil de convertirse al catolicismo que un judío o un
musulmán.
Las multitudes se apiñaban para escucharle, donde quiera que él llegaba.
Tenía que predicar en campos abiertos porque las gentes no cabían en los
templos. Su voz sonora, poderosa y llena de agradables matices y modulaciones y
su pronunciación sumamente cuidadosa, permitían oírle y entenderle a más de una
cuadra de distancia.
Sus sermones duraban casi siempre más de dos horas (un sermón suyo de las
Siete Palabras en un Viernes Santo duró seis horas), pero los oyentes no se
cansaban ni se aburrían porque sabía hablar con tal emoción y de temas tan
propios para esas gentes, y con frases tan propias de la Sagrada Biblia, que a
cada uno le parecía que el sermón había sido compuesto para él mismo en
persona.
Antes de predicar rezaba por cinco o más horas para pedir a Dios la eficacia
de la palabra, y conseguir que sus oyentes se transformaran al oírle. Dormía en
el puro suelo, ayunaba frecuentemente y se trasladaba a pie de una ciudad a
otra (los últimos años se enfermó de una pierna y se trasladaba cabalgando en
un burrito).
En aquel tiempo había predicadores que lo que buscaban era agradar a los oídos
y componían sermones rimbombantes que no convertían a nadie. En cambio, a San
Vicente lo que le interesaba no era lucirse sino convertir a los pecadores. Y
su predicación conmovía hasta a los más fríos e indiferentes. Su poderosa voz
llegaba hasta lo más profundo del alma. En pleno sermón se oían gritos de
pecadores pidiendo perdón a Dios, y a cada rato caían personas desmayadas de
tanta emoción. gentes que siempre habían odiado, hacían las paces y se
abrazaban. Pecadores endurecidos en sus vicios pedían confesores. El santo
tenía que llevar consigo una gran cantidad de sacerdotes para que confesaran a
los penitentes arrepentidos. Hasta 15.000 personas se reunían en los campos
abiertos, para oírle.
Después de sus predicaciones lo seguían dos grandes procesiones: una de
hombres convertidos, rezando y llorando, alrededor de una imagen de Cristo
Crucificado; y otra de mujeres alabando a Dios, alrededor de una imagen de la
Santísima Virgen. Estos dos grupos lo acompañaban hasta el próximo pueblo a
donde el santo iba a predicar, y allí le ayudaban a organizar aquella misión y
con su buen ejemplo conmovían a los demás.
Como la gente se lanzaba hacia él para tocarlo y quitarle pedacitos de su
hábito para llevarlos como reliquias, tenía que pasar por entre las multitudes,
rodeado de un grupo de hombres encerrándolo y protegiéndolo entre maderos y
tablas. El santo pasaba saludando a todos con su sonrisa franca y su mirada
penetrante que llegaba hasta el alma.
Las gentes se quedaban admiradas al ver que después de sus predicaciones se
disminuían enormemente las borracheras y la costumbre de hablar cosas malas, y
las mujeres dejaban ciertas modas escandalosas o adornos que demostraban
demasiada vanidad y gusto de aparecer. Y hay un dato curioso: siendo tan fuerte
su modo de predicar y atacando tan duramente al pecado y al vicio, sin embargo,
las muchedumbres le escuchaban con gusto porque notaban el gran provecho que
obtenían al oírle sus sermones.
Vicente fustigaba sin miedo las malas costumbres, que son la causa de tantos
males. Invitaba incesantemente a recibir los santos sacramentos de la confesión
y de la comunión. Hablaba de la sublimidad de la Santa Misa. Insistía en la
grave obligación de cumplir el mandamiento de Santificar las fiestas. Insistía
en la gravedad del pecado, en la proximidad de la muerte, en la severidad del
Juicio de Dios, y del cielo y del infierno que nos esperan. Y lo hacía con
tanta emoción que frecuentemente tenía que suspender por varios minutos su
sermón porque el griterío del pueblo pidiendo perdón a Dios, era inmenso.
Pero el tema en que más insistía este santo predicador era el Juicio de Dios
que espera a todo pecador. La gente lo llamaba "El ángel del
Apocalipsis", porque continuamente recordaba a las gentes lo que el libro
del Apocalipsis enseña acerca del Juicio Final que nos espera a todos. El
repetía sin cansarse aquel aviso de Jesús: "He aquí que vengo, y traigo
conmigo mi salario. Y le daré a cada uno según hayan sido sus obras" (Apocalipsis
22,12). Hasta los más empecatados y alejados de la religión se conmovían al
oírle anunciar el Juicio Final, donde "Los que han hecho el bien, irán a
la gloria eterna y los que se decidieron a hacer el mal, irán a la eterna
condenación" (San Juan 5, 29).
Los milagros acompañaron a San Vicente en toda su predicación. Y uno de
ellos era el hacerse entender en otros idiomas, siendo que él solamente hablaba
su lengua materna y el latín. Y sucedía frecuentemente que las gentes de otros
países le entendían perfectamente como si les estuviera hablando en su propio
idioma. Era como la repetición del milagro que sucedió en Jerusalén el día de
Pentecostés, cuando al llegar el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego,
las gentes de 18 países escuchaban a los apóstoles cada uno en su propio
idioma, siendo que ellos solamente les hablaban en el idioma de Israel.
San Vicente se mantuvo humilde a pesar de la enorme fama y de la gran
popularidad que le acompañaban, y de las muchas alabanzas que le daban en todas
partes. Decía que su vida no había sido sino una cadena interminable de
pecados. Repetía: "Mi cuerpo y mi alma no son sino una pura llaga de
pecados. Todo en mí tiene la fetidez de mis culpas". Así son los santos.
Grandes ante la gente de la tierra pero se sienten muy pequeñitos ante la
presencia de Dios que todo lo sabe.
Los últimos años, ya lleno de enfermedades, lo tenían que ayudar a subir al
sitio donde iba a predicar. Pero apenas empezaba la predicación se
transformaba, se le olvidaban sus enfermedades y predicaba con el fervor y la
emoción de sus primeros años. Era como un milagro. Durante el sermón no parecía
viejo ni enfermo sino lleno de juventud y de entusiasmo. Y su entusiasmo era
contagioso. Murió en plena actividad misionera, el Miércoles de Ceniza, 5 de
abril del año 1419. Fueron tantos sus milagros y tan grande su fama, que el
Papa lo declaró santo a los 36 años de haber muerto, en 1455.
El santo regalaba a las señoras que peleaban mucho con su marido, un
frasquito con agua bendita y les recomendaba: "Cuando su esposo empiece a
insultarle, échese un poco de esta agua a la boca y no se la pase mientras el
otro no deje de ofenderla". Y esta famosa "agua de Fray Vicente"
producía efectos maravillosos porque como la mujer no le podía contestar al
marido, no había peleas. Ojalá que en muchos de nuestros hogares se volviera a
esta bella costumbre de callar mientras el otro ofende. Porque lo que produce
la pelea no es la palabra ofensiva que se oye, si no la palabra ofensiva que se
responde.
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