10 de Mayo 2015
Domingo 6º de Pascua. Ciclo B
Dios nos ha amado. Amémonos unos a otros.
La
2ª lectura y el evangelio están estrechamente relacionados.
«Amémonos unos a otros», comienza el texto de la carta de san
Juan. Y el evangelio insiste dos veces:«Este es mi mandamiento: que
os améis unos a otros»; «Esto os mando: que os améis unos a
otros». Este precepto se basa en el amor que Dios nos ha
manifestado de dos formas complementarias: enviando su Espíritu y
enviando a su Hijo.
Un
Padre que da el Espíritu sin distinguir entre judíos y paganos (1ª
lectura)
La
lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles recoge parte de un
importantísimo episodio de la iglesia primitiva. Hasta entonces,
los discípulos de Jesús se han visto a sí mismos con un grupo
dentro del judaísmo, sin especial relación con los paganos. No se
les pasa por la cabeza hacer apostolado entre ellos, mucho menos
entrar en sus casas si no se han convertido al judaísmo y se han
circuncidado. Los consideran impuros.
En
este contexto, se cuenta que Pedro tuvo una visión: ve bajar del
cielo un mantel repleto de toda clase de animales impuros (cerdo,
conejo, cigalas, etc.) y escucha una voz que le ordena: mata y come.
Pedro se niega en redondo. «Nunca he probado un alimento profano o
impuro». Y la voz del cielo le responde: «Lo que Dios declara puro
tú no lo tengas por impuro».
Termina
la visión. Pedro se siente desconcertado, y mientras piensa en su
posible sentido, llaman a la puerta de la casa tres hombres enviados
por un pagano, el capitán Cornelio, para pedirle que vaya a
visitarlo. Pedro comprende entonces el sentido de la visión: no
puede considerar impuro a un pagano interesado en conocer el
evangelio. Al día siguiente se pone en camino desde Jafa a Cesarea
y cuando llega a casa de Cornelio tiene lugar la escena que hoy
leemos.
Cuando
iba a entrar Pedro, salió Cornelio a su encuentro y se echó a sus
pies a modo de homenaje, pero Pedro lo alzó, diciendo:
-«Levántate,
que soy un hombre como tú.»
Pedro
tomó la palabra y dijo:
-
«Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y
practica la justicia, sea de la nación que sea.»
Todavía
estaba hablando Pedro, cuando cayó el Espíritu Santo sobre todos
los que escuchaban sus palabras. Al oírlos hablar en lenguas
extrañas y proclamar la grandeza de Dios, los creyentes
circuncisos, que habían venido con Pedro, se sorprendieron de que
el don del Espíritu Santo se derramara también sobre los gentiles.
Pedro añadió:
-
«¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el
Espíritu Santo igual que nosotros?»
Y
mandó bautizarlos en el nombre de Jesucristo. Le rogaron que se
quedara unos días con ellos.
Indico
algunos detalles interesantes:
1)
«Está claro que Dios no hace distinciones»; para él lo
importante no es la raza sino la conducta del que lo respeta y
practica la justicia.
2)
La venida del Espíritu Santo sobre este grupo de paganos produce
los mismos frutos que en los apóstoles el día de Pentecostés:
hablan lenguas extrañas y proclaman la grandeza de Dios.
3)
El Espíritu Santo viene sobre ellos antes de recibir el bautismo.
No se puede decir de forma más clara que «el Espíritu sopla donde
quiere y cuando quiere».
La
conducta de Pedro provocó gran escándalo en los sectores más
conservadores de la comunidad de Jerusalén y debió subir a la
capital a justificar su conducta. Pero este episodio deja claro que,
para Dios, los paganos no son seres impuros. Él ama a todos los
hombres sin distinción. Con ello se justifica el apostolado
posterior entre los paganos.
Un
Padre que da su Hijo a los pecadores (2ª lectura)
La
carta de Juan justifica el mandato de amarnos mutuamente diciendo
que «Dios es amor» y cómo nos lo ha demostrado.
Queridos
hermanos: Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo
el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha
conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se manifestó el amor
que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único,
para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en
que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos
envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros
pecados.
Cuando
yo era niño, el catecismo de Ripalda, a la pregunta de quién es
Dios nos enseñaba a responder: «Un señor infinitamente bueno,
sabio y poderoso, principio y fin de todas las cosas». El autor de
la carta no necesita tantas palabras. Se limita a decir: «Dios es
amor». Y ese amor lo manifiesta enviando a su hijo «como víctima
de propiciación por nuestros pecados».
La
«víctima de propiciación» era el animal que se ofrecía para
impetrar el perdón. El Día de la Expiación (yom kippur), el Sumo
Sacerdote ofrecía un macho cabrío por los pecados del pueblo. En
otras ocasiones se ofrecían cabras y novillos con el mismo fin.
Pero esas víctimas carecían de valor definitivo. La humanidad se
encontraba en una especie de círculo cerrado del que no podía
escapar. Entonces Dios nos proporciona la única víctima decisiva:
su propio hijo.
Y
esto lo hace cuando todavía éramos pecadores. No espera a que nos
convirtamos y seamos buenos para enviarnos a su Hijo. Si la primera
lectura decía que Dios no hace distinción entre judíos y paganos,
la segunda dice que no hace distinción entre santos y pecadores.
En
vez de amar a Dios, amar a los hermanos (evangelio)
En la
segunda lectura el protagonismo ha sido de Dios. En el evangelio, el
protagonista principal es Jesús, que demuestra su amor hasta el
punto de dar la vida por nosotros, llamarnos amigos suyos, elegirnos
y enviarnos. (¡Cuánta gente desearía poder decir que es amigo o
amiga de un personaje famoso, que ha sido elegido por él para
llevar a cabo una misión!).
En
aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: - «Como el Padre me ha
amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado
los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado
de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría
llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a
otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que
da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo
que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo
que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que
he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los
que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado
para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo
que pidáis el Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os
améis unos a otros.»
Lo
que Jesús exige a cambio de esta amistad es muy curioso. Cuando era
estudiante escuché este comentario al P. Lyonnet:«Fijaos en lo
que dice la 1ª carta de Juan: “Si tanto nos ha amado Dios…”
Nosotros habríamos añadido: “también nosotros debemos amar a
Dios”. Sin embargo, lo que dice Juan es: “Si tanto nos ha amado
Dios, debemos amarnos unos a otros”.
Algo
parecido ocurre en el evangelio de hoy. «Éste es mi mandamiento:
que os améis unos a otros como yo os he amado.» Jesús podría
haber dicho: «Amadme como yo os he amado». Pero no piensa en
él, piensa en nosotros. Es fácil engañarse diciendo o pensando
que amamos a Jesús, porque no puede demostrarse ni negarse. Lo
difícil es amar al prójimo.
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