Sábado,
25 de julio de 2015
DÍA DE SANTIAGO APÓSTOL
Primera
lectura del libro de los Hechos de los apóstoles
(4,33;5,12.27-33;12,2):
En
aquellos días, los apóstoles daban testimonio de la resurrección
del Señor Jesús con mucho valor y hacían muchos signos y prodigios
en medio del pueblo. Los condujeron a presencia del Sanedrín y el
sumo sacerdote los interrogó: «¿No os habíamos prohibido
formalmente enseñar en nombre de ése? En cambio, habéis llenado
Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de
la sangre de ese hombre.»
Pedro y los apóstoles replicaron: «Hay
que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros
padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de
un madero. La diestra de Dios lo exaltó, haciéndolo jefe y
salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón de
los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo,
que Dios da a los que le obedecen.» Esta respuesta los exasperó, y
decidieron acabar con ellos. Más tarde, el rey Herodes hizo pasar a
cuchillo a Santiago, hermano de Juan.
Palabra
de Dios
Salmo
66
R/.Oh
Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.
El Señor tenga piedad y nos bendiga,
ilumine
su rostro sobre nosotros;
conozca la tierra tus caminos,
todos
los pueblos tu salvación. R/.
Que
canten de alegría las naciones,
porque riges el mundo con
justicia,
riges los pueblos con rectitud
y gobiernas las
naciones de la tierra. R/.
La
tierra ha dado su fruto,
nos bendice el Señor, nuestro Dios.
Que
Dios nos bendiga; que le teman
hasta los confines del orbe. R/.
Segunda
lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios
(4,7-15):
Este
tesoro del ministerio lo llevamos en vasijas de barro, para que se
vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de
nosotros. Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos
apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos
derriban, pero no nos rematan; en toda ocasión y por todas partes,
llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida
de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Mientras vivimos,
continuamente nos están entregando a la muerte, por causa de Jesús;
para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne
mortal. Así, la muerte está actuando en nosotros, y la vida en
vosotros. Teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está
escrito: «Creí, por eso hablé», también nosotros creemos y por
eso hablamos; sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús también
con Jesús nos resucitará y nos hará estar con vosotros. Todo es
para vuestro bien. Cuantos más reciban la gracia, mayor será el
agradecimiento, para gloria de Dios.
Palabra de Dios
Evangelio
según san Mateo (20,20-28):
En aquel tiempo, se acercó a Jesús la madre
de los Zebedeos con sus hijos y se postró para hacerle una petición.
Él le preguntó: «¿Qué deseas?»
Ella contestó: «Ordena que
estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el
otro a tu izquierda.»
Pero Jesús replicó: «No sabéis lo que
pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?»
Contestaron:
«Lo somos.»
Él
les dijo: «Mi cáliz lo beberéis; pero el puesto a mi derecha o a
mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para
quienes lo tiene reservado mi Padre.»
Los
otros diez, que lo habían oído, se indignaron contra los dos
hermanos. Pero Jesús, reuniéndolos, les dijo: «Sabéis que los
jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No
será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros,
que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros,
que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido
para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por
muchos.»
Palabra
del Señor.
1. El
problema que Jesús tuvo con los apóstoles no fue un problema
doctrinal. Ni tuvo con ellos problemas de celibato y sexo. San
Pablo nos irforma que los apóstoles, incluido Pedro, estaban casados
y viajaban con sus mujeres (1 Cor 9, 5). Jesús no se preocupó de
nada de eso. Lo único que le preocupó en serio a Jesús fue el tema
del honor y el poder. Ante tal todo, porque, como está bien
demostrado, de la misma manera que, para nosotros hoy, el problema
número uno es el dinero, en las sociedades mediterráneas del s. I,
lo que más preocupaba a la gente era el honor (B. J. Malina).
2. La
insistencia de Jesús en que los últimos son los primeros, en poner
como modelo a los niños, en la preferencia provocativa por los
excluidos sociales y por la gente sencilla, la dureza con que
respondió a los hijos de Zebedeo, el enfrentamiento entre los
discípulos por causa de esta pretensión de Santiago y Juan, el
hecho de llamarle Satanás a Pedro cuando este se quiso oponer al
fracaso final de Jesús o lo tajante que fue el mismo Jesús cuando
Pedro no toleraba que le lavase los pies, todo eso va en la misma
dirección: si algo hay que Jesús no tolera entre sus apóstoles, ni
en los sucesores de sus apóstoles, es el deseo de subir, de ser
importantes,
de
mandar sobre otros. Y no digamos nada si lo que pretenden es tener un
poder venido del cielo y, por tanto, indiscutible. Una Iglesia que
consiente y hasta (quizá sin pretenderlo) fomenta todo eso, no es,
no puede ser, la sucesión en el tiempo de lo que Jesús les confió
a los primeros apóstoles.
3. La
“estructura” de la Iglesia se fundamenta en el episcopado, que
tiene como cabeza al obispo de Roma. Pero la “organización” de
la Iglesia tiene que recuperar lo que fue en los primeros siglos. Las
vocaciones de entonces eran, como decían los concilios locales,
vocaciones invitus y coactus (Y. Congar), es decir, se ordenaba de
sacerdotes y obispos a los que se resistían y no querían serlo. Los
tenía que elegir cada comunidad.
VIDA
DEL APOSTOL SANTIAGO
Hermano
del apóstol Juan, perteneció al grupo de discípulos más cercanos
a Jesús y fue uno de los primeros mártires de la Iglesia Católica.
En
la Biblia se alude habitualmente a él bajo el nombre de Jacobo,
término que pasó al latín como Iacobus y derivó en nombres como
Iago, Tiago y Santiago (sanctus Iacobus). Santiago de Zebedeo o
Santiago el Mayor fue uno de los primeros discípulos en derramar su
sangre y morir por Jesús. Miembro de una familia de pescadores,
hermano de Juan Evangelista -ambos apodados Boanerges (‘Hijos del
Trueno’), por sus temperamentos impulsivos- y uno de los tres
discípulos más cercanos a Jesucristo, el apóstol Santiago no solo
estuvo presente en dos de los momentos más importantes de la vida
del Mesías cristiano -la transfiguración en el monte Tabor y la
oración en el huerto de los Olivos-, sino que también formó parte
del grupo restringido que fue testigo de su último milagro, su
aparición ya resucitado a orillas del lago de Tiberíades. Tras la
muerte de Cristo, Santiago, apasionado e impetuoso, formó parte del
grupo inicial de la Iglesia primitiva de Jerusalén y, en su labor
evangelizadora, se le adjudicó, según las tradiciones medievales,
el territorio peninsular español, concretamente la región del
noroeste, conocida entonces como Gallaecia. Algunas teorías apuntan
a que el actual patrón de España llegó a las tierras del norte por
la deshabitada costa de Portugal. Otras, sin embargo, dibujan su
camino por el valle del Ebro y la vía romana cantábrica e incluso
las hay que aseguran que Santiago llegó a la Península por la
actual Cartagena, desde donde enfiló su viaje hasta la esquina
occidental del mapa.
Tras
reclutar a los siete varones apostólicos, que fueron ordenados
obispos en Roma por san Pedro y recibieron la misión de evangelizar
en Hispania, el apóstol Santiago regresó a Jerusalén, según los
textos apócrifos, para, junto a los grandes discípulos de Jesús,
acompañar a la Virgen en su lecho de muerte. Allí fue torturado y
decapitado en el año 42 por orden de Herodes Agripa I, rey de Judea.
Los supuestos testamentos relatan que, antes de morir, María recibió
la visita de Jesús resucitado, a quién le pidió pasar sus últimos
días rodeada de los apóstoles, que se encontraban dispersos por
todo el mundo. Su hijo le permite que sea ella misma, a través de
apariciones milagrosas, la que avise a los discípulos y, de esta
forma, la Virgen se hace presente sobre un pilar de Zaragoza frente
al apóstol Santiago y los siete varones, episodio hoy venerado en la
basílica de Nuestra Señora del Pilar.
Fueron
estos siete discípulos, relata la leyenda, los que, tras escaparse
aprovechando la oscuridad de la noche, trasladaron el cuerpo del
apóstol Santiago en una barca hasta Galicia, adonde arribaron a
través del puerto de Iria Flavia (actual Padrón). Los varones
depositaron el cuerpo de su maestro en una roca -que fue cediendo y
cediendo, hasta convertirse en el Sarcófago Santo- para visitar a la
reina Lupa, que entonces dominaba desde su castillo las tierras donde
ahora se asienta Compostela, y solicitarle a la poderosa monarca
pagana tierras para sepultar a Santiago. La reina acusó a los recién
llegados de pecar de soberbia y los envió a la corte del vecino rey
Duyos, enemigo del cristianismo, que acabó encerrándolos. Según la
tradición, un ángel -en otros relatos, un resplandor luminoso y
estrellado- liberó a los siete hombres de su cautiverio y, en su
huida, un nuevo milagro acabó con la vida de los soldados que
corrían tras ellos al cruzar un puente. Pero no fue el único
contratiempo con el que se toparon los varones. Los bueyes que les
facilitó la reina para guiar el carro que transportaría el cuerpo
de Santiago a Compostela resultaron ser toros salvajes que, sin
embargo, también milagrosamente, fueron amansándose solos a lo
largo del camino. Lupa, atónita ante tales episodios, se rindió a
los varones y se convirtió al cristianismo, mandó derribar todos
los lugares de culto celta y cedió su palacio particular para
enterrar al Apóstol. Hoy se erige en su lugar la catedral de
Santiago.
No
fue hasta ocho siglos más tarde, en el año 813, cuando un ermitaño
llamado Paio alertó al obispo de Iria Flavia, Teodomiro, de la
extraña y potente luminosidad de una estrella que observó en el
monte Libredón (de ahí el nombre de Compostela, campus
stellae, ‘Campo de la Estrella’). Bajo la maleza, al pie de
un roble, se encontró un altar con tres monumentos funerarios. Uno
de ellos guardaba en su interior un cuerpo degollado con la cabeza
bajo el brazo. A su lado, un letrero rezaba: «Aquí yace Santiago,
hijo del Zebedeo y de Salomé». El religioso, por revelación
divina, atribuyó los restos óseos a Santiago, Teodoro y Atanasio,
dos de los discípulos del Apóstol compostelano, e informó del
descubrimiento al rey galaico-astur Alfonso II el Casto, que, tras
visitar el lugar, nombró al Apóstol patrón del reino y mandó
construir una iglesia en su honor. Pronto se extendió por toda
Europa la existencia del sepulcro santo gallego y el apóstol
Santiago se convirtió en el gran símbolo de la Reconquista
española. El rey de Asturias fue solo el primero de toda la marea de
peregrinos que vinieron después.
La
autenticidad de los restos del apóstol Santiago ha generado, sin
embargo, no pocos y encendidos debates y protagonizado meticulosas
investigaciones. El inverosímil traslado -por la dificultad
que supone – del cuerpo del discípulo de Jesús hasta suelo
gallego es solo una de las muchas lagunas de una tradición que se
mueve entre el rigor histórico y las leyendas mágicas. Estudios
arqueológicos han demostrado que Compostela era una necrópolis
precristiana, pero jamás se han practicado investigaciones
científicas sobre los restos que custodian los muros de la Catedral,
hasta el punto de que algunos investigadores incluso han atribuido
tales reliquias óseas a Prisciliano de Ávila, el obispo hispano
acusado de herejía.
Sin
embargo, la historia de los huesos del Apóstol no acaba aquí. Una
vez descubiertas y honradas con un templo cristiano, las reliquias no
pararon quietas mucho tiempo. Según la tradición oral, en el siglo
XVI tuvieron que ser escondidas para evitar la profanación de los
piratas que amenazaron la ciudad compostelana tras desembarcar en el
puerto de A Coruña (mayo de 1589). Las excavaciones llevadas a cabo
a finales del siglo XIX, al perderse la pista de los restos de
Santiago, revelaron la existencia de un escondite -dentro del ábside,
detrás del altar principal, pero fuera del edículo que habían
construido los discípulos- de 99 centímetros de largo y 30 de
ancho, donde se ocultaron, y se perdieron, durante años, los huesos
del Apóstol. En 1884 el papa León XIII reconoció oficialmente este
segundo hallazgo.