14
de Agosto – Viernes -
l9ª
Semana del Tiempo Ordinario
Mt 19,3-12
En
aquel tiempo se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron
para ponerlo a prueba: “¿Le es lícito a uno despedir a su mujer
por cualquier motivo?”. Él les respondió: “¿No habéis leído
que el Creador en el principio los creó hombre y mujer, y dijo: “Por
eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su
mujer, y serán los dos una sola carne”?. De modo que ya no son
dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido que no lo separe
el hombre". Ellos insistieron “¿Y por qué mandó Moisés
darle carta de repudio y divorciarse?". Él les contestó:
“Por
lo tercos que sois os permitió Moisés divorciaros de vuestras
mujeres; pero al principio no era así. Ahora os digo yo que si uno
se divorcia de su mujer —no hablo de inmoralida- y se casa con otra
comete adulterio”. Los discípulos le replicaron: “Si esa es la
situación del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse”. Pero
él les dijo: No todos pueden con eso, solo los que han recibido ese
don. Hay eunucos que salieron así del vientre de su madre, a otros
los hicieron los hombres, y hay quienes se hacen eunucos por el Reino
de los Cielos. El que pueda entender, que entienda”.
1.- Para
entender este pasaje, tantas veces citado para justificar la
indisolubilidad del matrimonio, hay que tener en cuenta que Jesús
responde a la pregunta que le hacen los fariseos. Y la pregunta se
refería: 1) Al derecho unilateral del marido a repudiar a la mujer; 2) Además, si el hombre tenía ese derecho de tal forma que podía
ejercerlo “por cualquier motivo”. Detrás de esta fórmula
estaba la disputa teológica, que había en tiempo de Jesús entre
dos rabinos famosos, Hillel (liberal) y Shammai (rigorista). Lo que
le preguntan
a Jesús es si estaba de acuerdo con las ideas permisivas de Hillel.
2.- La
Iglesia de los primeros siglos aceptó la legislación civil del
Imperio sobre el matrimonio. Y no hizo problema del divorcio cuando
se llegaba a esa decisión por una causa seria. El año 726, el papa
Gregorio II le escribía a San Bonifacio una carta en la que permitía
el divorcio a unos cónyuges que no podían cohabitar por motivos de
salud (PL 89, 525). Una decisión que en el siglo XI recogió el
Decreto de Graciano (J. Gaudemet).
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