1
de Septiembre - MARTES -
XXIIª
. Semana del Tiempo Ordinario
Lc
4, 31-37
En
aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y los
sábados enseñaba a la gente. Se quedaban asombrados de sus
enseñanzas, porque hablaba con autoridad. Había en la sinagoga
un hombre que tenía un demonio inmundo, y se puso a gritar a voces:
"¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a
destruirnos? Sé quién eres: el Santo de Dios". Jesús le
ordenó: “¡Cierra la boca y sal! El demonio tiró al hombre por
tierra en medio de la gente, pero salió sin hacerle daño. Todos
comentaban estupefactos: "¿Qué tiene su palabra? Da órdenes
con autoridad y poder a los espíritus inmundos y salen".
Noticias de él iban
llegando a todos los lugares de la comarca".
1. Se
ha dicho que “en el Evangelio de Jesús se consuma y perfecciona la
aspiración a... humanizar la idea de Dios”.
Pero
“sería un error pensar que esta “humanización” significa la
eliminación de todo sentimiento numinoso” (R. Otto), es decir, el
sentimiento de experimentar, ante Jesús, un "enigma”, un
“misterio”, un sentimiento “fascinante”, que nos atrae y nos
impresiona al mismo tiempo. Esto, según parece, es lo que sentía
la gente
ante
Jesús, ante lo que decía y hacía. Por eso la gente, al oír a
Jesús, se quedaba “asombrada”. Porque Jesús, que era
“perfecto en la humanidad", era también, precisamente en esa
humanidad, la revelación de Dios que se une a la humanidad perfecta
y en ella se conoce y se descubre al Dios que nadie ha visto (Jn 1,
18), ni puede ver.
2. La
gente se quedaba asombrada porque hablaba “con autoridad”. Y
con la misma “palabra” y la misma “autoridad” expulsaba a los
“espíritus inmundos”. Se ha dicho acertadamente que Jesús “se
parecía a otros exorcistas de su tiempo, pero era diferente”.
Porque la fuerza de Jesús “está en sí mismo”. No necesita
de amuletos ni de otras artes mágicas para actuar con autoridad.
“Basta su presencia y el poder de su palabra para imponerse a las
fuerzas del mal (J. A. Pagola).
3. Aquí
y en esto tocamos el fondo del problema que nos plantea el Evangelio.
Jesús
no hizo prodigios para demostrar su condición divina. Se negó
siempre a eso (Mc 8, 11-12; ~C 11, 29-30; Mt 12, 38-39). Una
“divinidad que se da a conocer mediante “obras divinas” no nos
da a conocer nada nuevo, sino que se limita a reafirmar lo que ya
conocíamos: solo la
divinidad
puede hacer milagros. En ese caso, Jesús no habría sido el
revelador de Dios, sino el repetidor de lo que ya se conocía como
propio de Dios. Lo que demuestra Jesús, con sus palabras y sus
obras prodigiosas, es su condición humana. Una humanidad tan
profunda y tan perfecta que soporta el sufrimiento del enfermo o la
humillación del que es visto como un endemoniado. Y ahí, en eso,
es donde se nos revela Dios, como el Dios encarnado, es decir, el
Dios humanizado. El magisterio de la Iglesia definió, en el
concilio de Calcedonia (a. 451) que Jesucristo es “perfecto en la
divinidad” (DH 301). Jesús “fue constituido Hijo de Dios a
partir de la resurrección” (Rm 1,4).
En
todo caso, la Biblia expresa el mensaje y la revelación de Jesús,
no con el lenguaje de la metafísica (propio del “ser”), sino en
relatos de la historia (propio del acontecer”) (Bernhard Welte).
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