28 DE JUNIO - MARTES -
13ª~ Semana del T.-O.-C
San Ireneo, obispo y mártir.
Evangelio
según san Mateo 8, 23-27
En aquel tiempo, subió Jesús a la barca y sus discípulos lo
siguieron. De pronto se levantó un temporal tan fuerte, que la barca
desaparecía entre las olas; él dormía. Se
acercaron los discípulos y lo despertaron gritándole:
“¡Señor, sálvanos, que
nos hundimos!”. Él les dijo:
“¡Cobardes!, ¡Qué poca fe!” .
Se puso de pie, increpó a los vientos y al lago y vino una
gran calma.
Ellos se preguntaban admirados: “¿Quién es este? ¡Hasta el
viento y el agua le obedecen!”.
1. La
clave para enterarse de lo que aquí se quiere enseñar está en que este relato, como
prolongación del de ayer, es también un relato de seguimiento de Jesús.
En efecto, según la teología de Mateo,
los discípulos “siguieron” a Jesús cuando este subió a la barca.
Lo que viene a continuación consiste en
explicar las consecuencias que tiene (o puede tener) el “seguimiento” de Jesús.
Tales consecuencias fueron, en este caso,
soportar una tempestad que llegó a ser un peligro de muerte.
Seguir a Jesús es cosa seria. Y puede
llegar a ser asunto de vida o muerte.
Esto es lo que el Evangelio nos dice a
los cristianos sobre lo que significa Jesús. Y lo que significa el cristianismo.
2. ¿Qué
quiere decir todo esto?
Es clave caer en la cuenta de que Jesús
no enseñaba en un templo, ni en un convento, ni en una casa de retiros
espirituales. Ni decía lo más serio y fuerte, que tenía que decir, en una
cátedra de teología o en una universidad o en algo parecido.
Jesús enseñaba en la vida, en el lugar de
trabajo, en los quehaceres y peligros que la vida entraña tantas veces. Y con
eso, lo que Jesús nos enseña, es que los enemigos más fuertes de la fe son el
miedo y la religión de lo ritual y lo sagrado.
Se trata del miedo a perder la seguridad
que nos dan las “verdades absolutas”, a las que nos agarramos como a un clavo
ardiendo cuando sentimos que todo se nos derrumba.
Y se trata también de tener muy claro que
“lo ritual” y “lo sagrado” tienen el privilegio de tranquilizar nuestras
conciencias.
Por eso, seguir a Jesús es subirse a la
barca y meterse en el mar y la noche de la libertad y de la verdadera paz que
nos proporciona vivir como vivió Jesús.
Dormía sin miedo a la noche, a la
tempestad y a la tormenta que embravece los vientos y las olas.
Seguir a Jesús, por lo tanto, es tener la
libertad y la audacia de enfrentarse a los poderes que vemos que nos superan, que
nos atemorizan, a los que no vemos solución.
Pero, si hay seguimiento, hay
enfrentamiento. Porque el seguimiento es fuente de libertad. Un seguidor de
Jesús no se calla ante las injusticias sociales, ante los atropellos políticos,
ante la corrupción de los gestores del capital, ni ante las contradicciones que
vemos en la Iglesia.
3. Pero
el “seguimiento “ es, Sobre todo, la “convicción” de que quien está junto a Jesús
ha de saber que sale adelante.
Se puede triunfar a los ojos del sistema,
pero en realidad fracasar. Porque cuando lo que se consigue es perpetuar el
“statu quo” la situación establecida, ¿se
Puede cometer mayor disparate?
Seamos lúcidos.
Lo único que nos puede salvar de la
tempestad es estar con Jesús, siguiéndole a él. Esta es la clave de cuanto nos puede dar paz, por más que la
tempestad arrecie.
San Ireneo, obispo y mártir.
SAN
IRENEO DE LYON
(† 203)
Nos
conserva recuerdos de su infancia el mismo San Ireneo en una carta suya escrita
hacia el año 190 a un compañero de su niñez, Florino. Es un bello relato, lleno
de vida y verdad. El antiguo condiscípulo se había afiliado a una secta
gnóstica y el Santo trata de atraerle al buen camino.
"No te enseñaron estas doctrinas, oh Florino, los ancianos
que nos precedieron, los que habían sido discípulos de los apóstoles. Te
recuerdo, siendo yo niño, en el Asia inferior, junto a Policarpo. Brillabas tú
entonces en la corte imperial y querías también hacerte querer de Policarpo.
Recuerdo las cosas de entonces mejor que las recientes, tal vez porque lo que
aprendimos de niños parece que va acompañándonos y afianzándose en nosotros
según pasan los años. Podría señalar el sitio en que se sentaba Policarpo para
enseñar, detallar sus entradas y salidas, su modo de vida, los rasgos de su
fisonomía y las palabras que dirigía a las muchedumbres. Podría reproducir lo
que nos contaba de su trato con Juan y los demás que vieron al Señor, y cómo
repetía sus mismas palabras; lo que del Señor les había oído, de sus milagros,
de sus palabras, cómo lo habían visto y oído, ellos que vieron al Verbo de
vida. Todo esto lo repetía Policarpo, y siempre sus palabras estaban de acuerdo
con las Escrituras. Yo oía esto con toda el alma y no lo anotaba por escrito
porque me quedaba grabado en el corazón y lo voy pensando y repensando, por la
gracia de Dios, cada día.”
"En la presencia del Señor podría yo ahora asegurar que
aquel bienaventurado anciano, si oyera lo que tú enseñas, exclamaría, tapándose
los oídos: "¡Señor! ¡A qué tiempos me has dejado llegar! ¡Que tenga que
sufrir esto! Y seguramente huiría del lugar donde, de pié o sentado, oyese
tales palabras."
Con estas suyas lreneo nos confía lo más hondo de su intimidad. Ha
recibido la enseñanza, y se ha familiarizado con la presencia de Cristo junto a
quien lo recibió de los que con Él convivieron; él es plenamente de Cristo; no
puede sufrir que Cristo sea deformado por vanas especulaciones. Las palabras de
Jesús, sus acciones salvadoras, sus milagros, tal como las recibió, en toda su
autenticidad, son desde su niñez alimento de su espíritu, por la gracia de Dios
las va repitiendo cada día; es desde niño cristiano de constante oración.
Seguramente por ello son sus escritos tan densos, sus palabras tan llenas de
significado.
Poco más tarde, cuando Ireneo podía
contar unos quince años, hacia el 155, hubo de grabarse en él otro recuerdo, no
menos vivo y fecundo. La Iglesia vivía incesantemente amenazada; las leyes
persecutorias se mantenían en vigor, aunque hubiera algún período de calma; aún
los edictos de Adriano y Antonino Pío reprobando los procesos en los que las
turbas acusaban tumultuariamente a los cristianos, y que a veces se alegan como
mitigaciones de los primitivos edictos, no siempre tenían cabal cumplimiento.
Ciertamente, no se observaron en el caso de San Policarpo.
Los gentiles y judíos de Esmirna, no contentos con el suplicio de
once cristianos que se les ofreció en el circo, reclaman al anciano obispo.
Este confiesa valerosamente a Cristo y es condenado a la hoguera, para la que
buscan diligentemente leña las turbas. Se presiente la presencia emocionada de
cristianos entre los espectadores del suplicio; ellos están a punto para pedir
inmediatamente los sagrados despojos, y conservan los detalles del martirio, la
serena dignidad del santo anciano, la postrera oración de perdón, paz y
entrega. Entre estos cristianos no había de faltar el adolescente que seguía
embebecido las enseñanzas del santo obispo.
Durante veinte largos años se nos
hace muy borrosa la figura de Ireneo, aunque por sus escritos podemos colegir
con gran seguridad una prolongada estancia en Roma. Su peregrinar de Esmirna a
Lyon le fue confirmando en la fidelidad con que se conservaba en las Iglesias
que recorría la tradición apostólica; pero hubo también de apreciar el pulular
oscuro de jefecillos de sectas diversas, hinchados de vanidad. Volvemos a
encontrarle en Lyon en 177 al lado de un grupo excepcional de mártires. Son
cerca de cincuenta y los preside el anciano obispo Potino, también oriundo de
Asia Menor y discípulo de San Policarpo. Desde la cárcel escriben una carta
preciosa dirigida a las Iglesias de Roma, Asia y Frigia; el documento es de lo
más hermoso que conservamos de los tiempos martiriales; ellos ven la muerte con
sencillez, sin jactancia, como lo que corresponde a cristianos que lo son de
veras; en espera del suplicio se preocupan de la perturbación que causa en la
Iglesia universal la falsa profecía de Montano, y quieren prevenir. Ireneo
trabajaba hacía tiempo al lado de su anciano compatriota el obispo Potino, que
le había ordenado presbítero de la iglesia de Lyon. No había sido capturado y
lo aprovechan los mártires para que lleve su carta a Roma. En ella le dedican
un cumplido elogio.
Mientras su legación en Roma, muere
Potino, acabado de sufrimientos en la cárcel; los otros cincuenta van sucumbiendo
a diversos suplicios.
Al regresar de Roma recae en él el peso de restaurar la iglesia
lionense. Contaría Ireneo, al ser promovido al episcopado, unos cuarenta años.
La labor que se le encomendaba era muy dura. Eran los albores de
aquella cristiandad, y el martirio de aquellos cincuenta cristianos tenía que
dejar sus filas notablemente menguadas; pero el martirio, lejos de dificultar
la propagación de la fe, resultó su mejor ayuda; la sangre de los mártires fue
siempre semilla de cristianos. San Ireneo vio crecer su grey de manera
maravillosa. Aunque no conocemos bien la organización de la Iglesia en las
Galias en esta segunda mitad del siglo II, parece seguro que no había por
entonces en aquellos contornos más sede episcopal que la de Lyon; pronto
comprobamos la existencia de otras cristiandades; Lyon se había convertido en
un pujante centro de irradiación en un área bastante extensa. San Ireneo
gobernaba estas nacientes comunidades, ya que el nacimiento de nuevas sedes
episcopales en esta parte de las Galias parece bastante más tardío; desde
luego, posterior al martirio de San Ireneo. Podemos, pues, dar por seguro que
su vida se empleó en frecuentes viajes de misión y organización. Cada una de
estas nuevas comunidades cristianas va rindiendo su tributo de martirio; San
Alejandro, San Epipodio, San Marcelo, San Valentín y San Sinforiano serían,
seguramente, discípulos de San Ireneo en Chalons, Tournus y Autun. La
inscripción sepulcral de Pectorio en Autun, hermosa profesión de fe
eucarística, puede considerarse como un eco de la predicación de Ireneo.
Los viajes apostólicos del Santo hubieron de llegar hasta el limes o
confín del Imperio, pues él mismo nos da noticia por primera vez de que la
predicación cristiana ha llegado más allá de las fronteras y de que empiezan a
entrar en la Iglesia gentes de estirpe germánica: los bárbaros.
Toda esta actividad se desarrolla sin que remita nunca la
persecución, en pobreza y peligro; tiene que ser obra casi personal del obispo,
pues aún los presbíteros no han empezado a hacerse cargo de comunidades
aisladas; es el obispo el único que celebra la sagrada liturgia, admite al
bautismo y prepara para el mismo durante el catecumenado, y es también el que
recibe a los pecadores a penitencia y reconciliación.
No poseemos grandes detalles acerca de esta actividad, que, no
obstante, podemos apreciar en su impresionante conjunto. Conocemos, en cambio,
su labor como maestro, y ello nos revela otro aspecto de máximo interés.
A todas las dificultades que hubo de vencer se sumó para él la más
dura y dolorosa, pues la causaban las defecciones de los mismos cristianos. Aun
en el seno de las cristiandades heroicas de los años de las persecuciones no
faltó a la Iglesia el desgarramiento interno de la herejía. Esta se presentaba
bajo una forma cuya sugestión no comprendemos hoy bien, pero cuyo peligro
efectivo fue considerabilísimo. La Iglesia venció el peligro gracias a su
inquebrantable adhesión a la enseñanza recibida, conservada con inalterable
firmeza por los obispos. El cristianismo, sin este esfuerzo y fidelidad, se
hubiera transformado en un pobre sistema no muy lejano de las sectas oscuras de
inspiración maniquea que más o menos han sobrevivido. Claro que esto no podía
ocurrir, y el Señor preparó los remedios por caminos, por cierto, bien
distintos a los que a cualquiera se le hubieran ocurrido. El vario complejo de
desviaciones con que se enfrentó San Ireneo se denomina gnosticismo. La gnosis
pretende ser un conocimiento más razonable de la religión, patrimonio de un
grupo selecto de iniciados. Ya antes de Cristo la gnosis había tratado de
encontrar un substrato racional a los cultos paganos. Se trató de emplear el
mismo procedimiento con la enseñanza cristiana. Los intentos son varios e
inconexos, denominados por sus iniciadores: Basílides, Marcos Valentín,
Marción. Tema común a todos suele ser el del origen del mal, que se atribuye a
un principio poco menos que divino. Este principio para algunos es el Yahvé del
Antiguo Testamento, distinto del Dios de Jesús.
San Ireneo había conocido algunos de estos sistemas en vida de San
Policarpo; desde entonces no ceja en desenmascararlos y hacer ver que nada
tienen que ver con la enseñanza cristiana, aunque lo afecten.
Conservamos una obra de San Ireneo que recoge su actividad como
maestro; su título es Manifestación y refutación de la falsa gnosis, aunque se
la conoce más corrientemente con el de Adversus haereses.
Frente a la varia y confusa proliferación de especulaciones, Ireneo
mantiene la integridad de la enseñanza de Jesús, tal como la han conservado las
Iglesias, por una tradición no interrumpida y de acuerdo con las Santas
Escrituras. Entre las diversas Iglesias hay una a la que se acude siempre con
seguridad, la de Roma, “la más grande, la más antigua, por todos conocida,
fundada por los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo". "Con esta
Iglesia, a causa de su superior preeminencia, es preciso que concuerden todas
las demás que existen en el mundo, ya que los cristianos de los diversos países
han recibido de ella la tradición apostólica."
La argumentación de Ireneo y su práctica eran los buenos frente a la
gnosis; una discusión en el mismo terreno de sus corifeos hubiera sido inútil.
La verdadera enseñanza es la del que el Padre envió y Él confió a su Iglesia.
En esta obra de San Ireneo, y en otra de propósitos en gran parte
catequéticos, Demostración de la verdad apostólica, se pueden espigar tesoros
de enseñanza y piedad. Se considera a Ireneo como el primer teólogo de la
Iglesia: lo que más sugestiona en sus escritos es su fuerza de testimonio de la
continuidad de la doctrina de la Iglesia; no sólo hacia el pasado, sino
principalmente hacia el porvenir, hacia nosotros. Leyendo sus escritos
encontramos nuestra fe de hoy, en los términos que hoy empleamos; la seguridad
de que somos los mismos que aquel muchacho que escuchaba de los labios de
Policarpo los recuerdos directos de los que vieron y oyeron al Señor.
Es Ireneo el primero que da a la Virgen Santísima el título de causa
salutis: causa de nuestra salvación; lo bebió en buena fuente.
Aún nos ha conservado Eusebio de Cesarea, con un hermoso fragmento de
otra carta de Ireneo, un rasgo más de su carácter, que relaciona con su nombre,
de resonancias pacificadoras. El papa Víctor, un tanto impacientado por no
lograr el acuerdo de las iglesias de Oriente sobre la fecha de la celebración
de la Pascua, llegó a pensar en excluirlas de su comunión. Ireneo escribe
entonces al Papa, en nombre de los fieles a quienes gobernaba en las Galias.
Afirma, desde luego, que debía guardarse la costumbre romana y celebrarse en
domingo el misterio de la Resurrección del Señor; pero exhorta respetuosamente
al Papa a no excomulgar iglesias enteras por su fidelidad a una vieja
tradición. "Si hay diferencias en la observancia del ayuno, la fe, con
todo, es la misma." Es honra también del papa Víctor haber escuchado la
advertencia del obispo de Lyon.
La vida laboriosa y santa de San Ireneo termina con el martirio. No
sabemos cómo ni cuándo; sin duda en tiempos de Septimio Severo, muy a
principios del siglo III. Verosímilmente se encuadran los días del Santo entre
los años 140 y 202.
Figura muy familiar a teólogos e historiadores, era poco conocida del
pueblo fiel fuera de Francia. El papa Benedicto XV hizo una obra de justicia al
extender su fiesta a la Iglesia universal. Las lecciones del oficio que adoptó
el Breviario Romano son un ejemplo de concisa y piadosa exactitud.
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