1 de Julio –VIERNES -
13ª – Semana del T.- O.-C
San Casto y Emilio,
mártires.
Evangelio
según san Mateo 9,9-13
En aquel tiempo, vio
Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le
dijo:
“Sígueme”.
Él se levantó y lo siguió.
Y estando en la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y
pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos.
Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos:
“¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y
pecadores?”.
Jesús lo oyó y dijo:
~No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos.
Andad, aprended lo que significa “misericordia quiero y no sacrificios”, que no
he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.
1. A
continuación del enfrentamiento de Jesús con los maestros de la Ley, por el
tema del perdón de los pecados (Mt 9, 1-8), este evangelio nos informa de otro enfrentamiento
de Jesús, esta vez con los fariseos, por el tema del culto ritual y la misericordia.
Jesús, en efecto, en este relato de la
llamada a Mateo y la comida con los publicanos y pecadores, explica su conducta
citando un texto del profeta Oseas(6, 6): “Misericordia quiero y no
sacrificios”.
Un texto que el mismo Mateo repite más tarde
con motivo del nuevo enfrentamiento con los fariseos cuando los discípulos arrancaron
espigas para comer en sábado (Mt 12, 7).
2. Al
comentar este relato del banquete de Jesús con los publicanos y pecadores, se
suele insistir en lo que aquí se ve como lo más evidente: la amistad de Jesús con
los grupos más indeseables y despreciados en la sociedad (Cf. Lc 15, 1-2).
Y eso es verdad. Y es fundamental. Pero
ocurre con frecuencia que no caemos en la cuenta del fondo del problema. Y ese
fondo está en el contenido de ese texto de Oseas.
¿Por qué?
3. Nos
da miedo pensarlo. Se explique cómo se explique el texto de Os 6, 6, lo que no
admite duda es que, en la historia del hecho religioso, lo más original y lo primero
de todo, no fue la idea de Dios, sino los “ritos de sacrificio”.
Mucho antes que todos los libros sagrados
y todas las revelaciones de los dioses, la historia de la evolución humana nos
ha enseñado que “desde el paleolítico superior hay huellas claras de prácticas
religiosas”.
Se trata de los rituales de sacrificio y
ritos funerarios que ya practicaban los Neanderthal hace alrededor de cien mil
años (O. E. Wilson,
K. Lorenz,
K. Meuli, W. Burkert. . .).
Esto es cierto hasta tal punto, que “Dios
es un producto tardío en la historia de la religión” (G. Van der Leeuw).
Lo primero que fascinó al homo sapiens
(el ser propiamente humano) fue la práctica de ritos relacionados con la muerte
y que tienen como efecto tranquilizar la conciencia, por el mal que padecemos o
que causamos.
Así las cosas, la genialidad de Jesús
estuvo en desplazar el centro de la religión, sacándola del templo y de las
manos de los profesionales de los rituales. Para ponerla en el centro de la
vida. El centro que está en la bondad, en la honradez, en la justicia, en el
respeto, en el amor.
O sea, en lo que nos hace felices y
contagia felicidad. Por ejemplo, compartir el cariño y la buena mesa con
aquellos con quienes nadie quiere compartir nada. En esto está el centro
del
Evangelio.
San Casto y Emilio, mártires.
En África, santos Casto y Emilio,
mártires, los cuales, según escribe san Cipriano, aunque vencidos en una
primera batalla, el Señor los restituyó victoriosos en un segundo combate para
que fuesen más fuertes frente a las llamas, ante las que habían cedido la
primera vez, y finalmente consumaron su sacrificio por el fuego.
Uno
de los problemas disciplinares (pero con honda significación religiosa, ya que
está en juego toda una concepción de la misericordia divina) que afrontó la
Iglesia en sus primeros siglos, y que enfrentó en su seno posturas divergentes,
fue el conflicto llamado de los «lapsi» (o «relapsi»), es decir, de los
cristianos que, bajo el rigor de la tortura, o simplemente por miedo, caían en
apostasía (de allí el nombre de «lapsi», es decir, caídos), pero que luego se
arrepentían y deseaban vover a la fe. Algunos, como san Hipólito, sostenían una
respuesta intransigente: no debían ser readmitidos de ninguna manera; otros,
una postura enteramente laxa: debían ser readmitidos sin ninguna condición;
finalmente otros, como san Cipriano, estimaban que tenían que poder volver a la
fe, pero mediante una penitencia, que debía establecerse caso por caso, ya que
no es lo mismo el cristiano que apostató para no ser molestado por las
autoridades o para no perder sus bienes, que el que lo hizo bajo una extrema
tortura. La postura de Cipriano fue la que oficialmente adoptó el Norte de
África (señero en la fe de esos siglos), y el Obispo de Roma, no sin graves
disputas y momentos de cisma.
Para
ilustrar su tesis Cipriano escribe un tratado dedicado precisamente a los
«Lapsi», en el que cuenta el caso de estos dos mártires, Casto y Emilio, que,
en la persecución, fueron vencidos por la fuerza de las crueles torturas pero,
arrepentidos, dieron finalmente su testimonio cruento por el fuego.
Desgraciadamente,
no es posible saber más sobre su vida, ni sobre las circunstancias del
martirio; en la actualidad se ubica el hecho en las persecuciones de Septimio
Severo (inicios del siglo III), pero la obra de Cipriano es de tiempos de las
persecuciones de Decio (mediados del siglo III) y en algunas hagiografías se
ubica en esa época la gesta de estos dos mártires. San Agustín, en el sermón
285, que predicó el día de su fiesta, enseña, a partir del ejemplo de estos
mártires, que la fuerza para enfrentar el martirio no proviene del propio
mártir: «Fortasse et ipsi de suis viribus antea praesumpserunt, et ideo defecerunt»,
«posiblemente ellos confiaron primero en sus propias fuerzas, por eso cayeron»
(PL 38:Sermo 285,4).
Los
nombres de estos santos aparecen en varios martirologios antiguos. El
Calendario de Cartago, que data a lo más de mediados del siglo V, los menciona.
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