15
de Enero - Domingo –
2ª
– Semana del T-O-A
Lectura del libro de Isaías (49,3.5-6):
El
Señor me dijo:
«Tú eres mi siervo, de
quien estoy orgulloso.»
Y ahora habla el Señor,
que desde el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para
que le reuniese a Israel –tanto me honró el Señor, y mi Dios fue mi fuerza–:
«Es poco que seas mi
siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de
Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el
confín de la tierra.»
Salmo 39,2.4ab.7-8a.8b-9.10
R/. Aquí estoy, Señor,
para hacer tu voluntad
·
Yo esperaba con ansia al Señor;
él se
inclinó y escuchó mi grito;
me puso en
la boca un cántico nuevo,
un himno a
nuestro Dios. R/.
·
Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
y, en
cambio, me abriste el oído;
no pides
sacrificio expiatorio,
entonces yo
digo: «Aquí estoy.» R/.
·
Como está escrito en mi libro:
«Para hacer
tu voluntad.»
Dios mío, lo
quiero,
y llevo tu
ley en las entrañas. R/.
·
He proclamado tu salvación
ante la gran
asamblea;
no he
cerrado los labios:
Señor, tú lo
sabes. R/.
Comienzo de la primera carta del apóstol
san Pablo a los Corintios (1,1-3):
Yo,
Pablo, llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por designio de Dios, y Sóstenes,
nuestro hermano, escribimos a la Iglesia de Dios en Corinto, a los consagrados
por Cristo Jesús, a los santos que él llamó y a todos los demás que en
cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor de ellos y nuestro. La
gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo sean
con vosotros.
Lectura del
santo evangelio según san Juan (1,29-34):
En
aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó:
«Éste es el Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo. Ése es aquel de quien yo dije: "Tras
de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que
yo." Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea
manifestado a Israel.»
Y Juan dio testimonio
diciendo:
«He contemplado al
Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo
conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: "Aquél sobre
quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar
con Espíritu Santo." Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es
el Hijo de Dios.»
El testimonio de Juan Bautista
El domingo
pasado recordamos el Bautismo de Jesús. En la versión de Marcos y de Lucas,
Juan Bautista no dice nada. En la de Mateo, entabla un breve diálogo con Jesús,
porque no comprende que venga a bautizarse. El cuarto evangelio sigue un camino
muy distinto: Jesús va al Jordán, pero no cuenta el bautismo; en cambio,
introduce un breve discurso de Juan Bautista. Es el texto que se lee este domingo
(Jn 1,29-34).
En aquel
tiempo; al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó:
‒ Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es aquel de
quien yo dije: «Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía
antes que yo.» Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que
sea manifestado a Israel.
Y Juan dio
testimonio diciendo:
‒ He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó
sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo:
«Aquél sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha
de bautizar con Espíritu Santo.» Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que
éste es el Hijo de Dios.
Imaginando la escena
La mejor forma de entender este texto es imaginar la escena, convertirse en uno
o una más de los discípulos del Bautista. Personas que han hecho a veces un
largo y molesto viaje para escucharlo y hacerse bautizar por él, que han
renunciado a todo para convertirse en discípulos suyos. Para ellos, Juan es lo
más grande. De repente, aparece Jesús, un desconocido, y lo que Juan dice los
desconcierta por completo.
Al desconocido lo presenta, en primer lugar, como el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Fórmula extraña, que ninguno de los presentes
entiende muy bien, pero que sugiere una estrecha relación con Dios y con el
perdón de los pecados. Ellos han ido buscando un bautismo para el perdón de los
pecados, y ahora encuentran a un personaje que los quita. Y no solo los pecados
de Israel, como cabría esperar, sino los de todo el mundo.
Sigue Juan diciendo que ese desconocido está
por delante de mí, porque existía antes que yo. Y los presentes mirarían extrañados,
intentando convencerse de que Jesús era más viejo, aunque Juan lo parecía mucho
más, quizá por culpa de tantas penitencias y por alimentarse sólo de
saltamontes y miel silvestre. Pero los presentes tienen la sensación de que
Juan no se refiere sólo a la edad: está sugiriendo que ese desconocido es mucho
más importante que él.
Y esto queda claro cuando añade: He
contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre
él. Si entre los presentes hay algún conocedor
de la teología judía, su asombro llegaría al máximo, porque muchos rabinos
afirman que el Espíritu de Dios lleva siglos sin manifestarse. Muy grande tiene
que ser ese desconocido, sobre todo teniendo en cuenta que no sólo recibe el
Espíritu, sino que también lo transmite en un nuevo bautismo, distinto del de
Juan.
Finalmente, termina dando testimonio de
que éste es el Hijo de Dios. Los oyentes de Juan no
interpretarían la fórmula como nosotros. Para ellos, «el Hijo de Dios» no
equivale a «la segunda persona de la santísima Trinidad». Es una forma de
referirse al rey de Israel, al que Dios adopta como hijo. Lo dejan claro las
palabras que pronunciará poco más tarde Natanael, dirigiéndose a Jesús: «Tú
eres el hijo de Dios, tú eres el rey de Israel» (Jn 1,49).
Los oyentes de Juan se quedarían asombrados, y se preguntarían: ¿quién es este
que quita el pecado del mundo, que es más importante que Juan, sobre el que se
ha posado el espíritu, que da el espíritu en un nuevo bautismo, que es el rey
de Israel? Sin duda, debe tratarse del Mesías, aunque no lo parezca.
Leyendo el evangelio
Contemplar la escena es un recurso magnífico para profundizar en el
evangelio y entenderlo (san Ignacio de Loyola utiliza el método en sus Ejercicios espirituales),
pero la lectura «científica» ayuda también a descubrir nuevos aspectos.
El más importante es que Juan Bautista no pronunció este discurso: sus palabras
son un recurso del evangelista para suscitar en nosotros, desde el primer
momento, la curiosidad y el interés por el protagonista de su historia. Y no
sólo esto, sino también una respuesta personal, idéntica a la que refleja el
episodio inmediatamente posterior (Jn 1,35-37, que no se lee este domingo).
Al día
siguiente estaba Juan con dos de sus discípulos. Viendo pasar a Jesús, dijo: Ahí está el Cordero de Dios. Los discípulos, al oírlo hablar
así siguieron
a Jesús.
Esta vez no pronuncia Juan un largo y complicado discurso. Basta una simple
referencia, enigmática, al cordero de Dios. Lo importante es que la curiosidad
y el interés dan paso al seguimiento.
En otros aspectos, la lectura científica se estrella contra un cúmulo de
misterios:
‒ La imagen del «cordero de Dios», que no coincide exactamente ni con la del
cordero pascual, ni con la del chivo expiatorio del Yom Kippur, aunque recuerda
bastante al personaje misterioso de Isaías 53 que se ofrece a morir por el
pueblo y marcha a la muerte «como un cordero llevado al matadero», sin
protestar ni abrir la boca. Teniendo en cuenta que en ámbito cananeo el símbolo
de la divinidad era el toro, por su fuerza y bravura, elegir al cordero
significa un cambio radical, una opción por lo débil y suave.
‒ «El pecado del mundo». Ya que esta fórmula sólo se encuentra aquí, resulta
difícil saber en qué consiste el pecado del mundo. Una pista la ofrece la
primera carta de Juan: «Cuanto hay en el mundo, la codicia sensual, la codicia
de lo que se ve, el jactarse de la buena vida, no procede del Padre, sino del
mundo» (1 Jn 2,16). Todo eso sería lo que elimina Jesús. Pero la cuestión es
discutida.
La
doble misión del Siervo de Dios y de Jesús (Is 49,3.5-6)
El Señor me dijo: «Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso.»
Y ahora habla el Señor, que desde
el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para que le
reuniese a Israel -tanto me honró el Señor, y mi Dios fue mi fuerza-. «Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus
de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las
naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.»
El protagonista de esta lectura es un personaje misterioso que aparece al
final del libro de Isaías. Uniendo diversos poemas de los capítulos 42, 49, 50
y 53 se esboza la figura de un “Siervo de Yahvé”, al que Dios encomienda la
misión de convertir a los judíos desterrados en Babilonia (de la salvación
política se encargará el rey persa Ciro). El Siervo, después de una etapa inicial
de entusiasmo, atraviesa una profunda crisis, pensando que todo su esfuerzo ha
sido inútil. Entonces, el Señor le renueva la misión con respecto a Israel e
incluso se la amplía, extendiéndola a todo el mundo.
Este poema de Isaías ayuda a entender la misión de Jesús de “quitar los pecados
del mundo”. Una misión que implica dos aspectos. El primero, relativo al pueblo
de Israel, consiste en convertirlo al Señor; de hecho, su mensaje inicial será
“convertíos y creed en la buena noticia”. El segundo se refiere al mundo
entero: iluminar a todas las naciones para que la salvación de Dios alcance
hasta el fin del mundo; sus rápidas visitas a Fenicia y la Decápolis, su buena
relación con los despreciados samaritanos, simbolizan y anticipan la misión
universal de la Iglesia, sin fronteras ni muros.
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