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DE ENERO - MIÉRCOLES
LA
CONVERSIÓN DE SAN PABLO
Evangelio según san Marcos 16, 15-18
En
aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo:
"Id al mundo entero y proclamad
el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se
resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos:
echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en
sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos'.
1.
El apóstol Pablo se refiere varias veces al episodio de su
"conversión" (Gal1, 11-16; 1 Cor 9, 1; 15,8; 2 Cor 4, 6). Y Lucas, en
el libro de los Hechos, se refiere a lo mismo en tres ocasiones (9, 1-19; 22,
3-21; 26, 9-18). Es evidente que este
cambio de vida, en Pablo,
tuvo una importancia enorme para la
vida de la Iglesia primitiva.
Todos
estos textos se refieren a la visión y la experiencia que tuvo Pablo de Cristo
Resucitado. Pablo, por tanto, no conoció al Jesús terreno.
De ahí que las
preocupaciones de Pablo estuvieron centradas en la muerte y en la resurrección
de Jesucristo, no en la vida terrena de Jesús.
Es
más, Pablo llega a decir que el Cristo "según la carne" (el hombre
terreno Jesús) no le
interesa (2 Cor 5, 16).
Por tanto, la "Cristología" de Pablo es inevitablemente incompleta. Y
centrada, más en la salvación eterna, que, en la salvación histórica y
temporal, por la que tanto trabajó Jesús.
2. Sin duda, la grandeza de Pablo está en que
sacó al cristianismo de los límites inevitablemente reducidos del judaísmo. Y
por eso pudo hacer del incipiente movimiento de Jesús una "religión
universal de la humanidad" (H.
Küng).
Además,
Pablo contribuyó decisivamente a organizar el cristianismo como una institución
y un proyecto viable al alcance de las masas (R. Aguirre).
Por
eso es acertado recordar hoy este texto del evangelio de Marcos, que fue añadido
al evangelio original en el s. II.
3.
Pero el hecho, que recordamos como "la conversión" de san Pablo,
entrada un problema más profundo. Pablo siguió creyendo toda su vida en el
"Dios de los padres", el Dios de Abrahán (Gal 3, 16-21; Rm 4, 2-20)
(U. Schnelle).
Ahora
bien, si esto efectivamente fue así, el problema está en que ese Dios, tal como
lo presenta la Biblia, es un Dios que exige, a quien cree en él, rituales de
sacrificio, sangre y muerte —incluso la muerte de un hijo— por más que sea el
hijo que más se quiere (Gen 22).
Pero, como es lógico, un Dios así no es
compatible (no coincide) con el Dios-Padre de bondad y misericordia que nos
revela Jesús en el Evangelio, por ejemplo, en las parábolas de la misericordia
(Lc 15).
Es
claro que mientras este problema no quede resuelto, nuestra fe y nuestra
espiritualidad se vivirán en tinieblas y dudas.
En
todo caso, el Evangelio debe ser más determinante que los demás textos de la
Biblia.
LA
CONVERSIÓN DE SAN PABLO
Fiesta de la Conversión de san
Pablo, apóstol.
Viajando hacia Damasco,
cuando aún maquinaba amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, el
mismo Jesús glorioso se le reveló en el camino, eligiéndole para que, lleno del
Espíritu Santo, anunciase el Evangelio de la salvación a los gentiles. Sufrió
muchas dificultades a causa del nombre de Cristo.
Pablo, llamado Saulo en el uso y rigor
judío, afirmaba con vehemencia que el Evangelio que predicaba no lo había aprendido
o recibido de los hombres.
Perteneció a la casta de
los fariseos. Había nacido en Tarso, ciudad que pertenecía al mundo
grecorromano; quien nacía allí tenía la categoría de ciudadano romano y lo era
tanto como el centurión, el procurador, el tribuno o magistrado.
Necesariamente, por ser judío no le cupo más suerte en la niñez que andar
disimulando su condición entre los demás del pueblo, ocultando su creencia,
tenida como superstición por los paganos romanos. Es posible que esto le fuera
encendiendo por dentro y le afirmara aún más en su fe, cuando iba creciendo en
edad y tenía que defenderse marchando contra corriente.
Era más bien bajo, de
espaldas anchas y cojeaba algo. Fuerte y macizo como un tronco. Un rictus tenía
que le hacía fanático. Conocía los manuscritos viejos escritos con signos que a
los griegos y a los romanos les parecían garabatos ininteligibles, pero que
encerraban toda la sabiduría y la razón de ser de un pueblo. Listo como un
sabio en las escuelas griegas de Tarso, familiarizado con los poetas y
filósofos que habían pasado el tiempo escribiendo en tablillas o pensando. Para
los griegos solo era un hebreo, miembro de aquellas familias que vivían en un
islote social, aislado entre misterios inaccesibles a los de otra raza, uno de
los que tenían prohibido el acceso a las clases cultas y dirigentes; era de
esos que se hacían despreciables por su puritanismo, por sus rarezas ante los
alimentos, su modo de divertirse, de casarse, de entender la vida, de no
asistir a los templos ¡un ambiente nada claro!
A los dieciocho años se fue
a Jerusalén para aprender cosas del judío verdadero, las de la Ley patria, la razón
de las costumbres; ansiaba profundizar en la historia del pueblo y en su culto.
Gamaliel lo informó bien por unos cuartos. Aprendió las cosas yendo a la raíz,
no como las decía la gente poco culta del pueblo sencillo y llano. Supo más y
mejor del poder del Dios único; aprendió a darle honra y alabanza en el mayor
de los respetos y malamente soportaba con su pueblo el presente dominio del
imponente invasor. Esto le ponía furioso. Los profetas daban pistas para un
resurgimiento y los salmos cantaban la victoria de Dios sobre otros pueblos y
culturas muy importantes que en otro tiempo subyugaron a los judíos y ya
desaparecieron a pesar de su altivez; igual pasaría con los dominadores
actuales. El Libertador no podría tardar. Mientras tanto, era preciso mantener
la idiosincrasia del pueblo a cualquier costa y no ser como los herodianos,
para que la esperanza hiciera posible su supervivencia como nación. No se podía
dejar que un ápice lo apartara de la fidelidad a las costumbres patrias. Eso le
hizo celoso.
Y mira por donde, aquella
herejía estaba estropeando todo lo que necesitaba el pueblo. Locos estaban
adorando a un hombre y crucificado. No se podía permitir que entre los suyos se
ampliara el círculo de los disidentes. Había que hacer algo. No pasaban, sino
que las noticias decían que estaban por todas partes como si se diera una
metástasis generalizada de un cáncer nacional. Hacía años que ya estuvo,
colaborando como pudo, en la lapidación de uno de aquellos visionarios listos,
serviciales, piadosos y caritativos pero que hacían mucho daño al alto
estamento oficial judío; fue cuando lo apedrearon por blasfemo a las afueras de
Jerusalén, y lastimosamente él sólo pudo guardar los mantos de los que lo
lapidaron. Hasta le parecía recordar aún su nombre: Esteban.
Su conversión fue en un día
insospechado. Nada propiciaba aquel cambio. Precisamente llevaba cartas de
recomendación de los judíos de Jerusalén para los de Damasco; quería poner
entre rejas a los cristianos que encontrara. Hasta allí se extendía la autoridad
de los sumos sacerdotes y principales fariseos; como eran costumbres de
religión, los romanos las reconocían sin hacerles ascos. Saulo guiaba una
comitiva no guerrera pero sí muy activa, casi furiosa, impaciente por cumplir
bien una misión que suponían agradable a Dios y purga necesaria para la
estabilidad de los judíos y para proteger la pureza de las tradiciones que
recibieron los padres. Aquello parecía la avanzada de un ejército en orden de
batalla, con el repiqueteo de las herraduras en las pezuñas de las monturas
sobre el duro suelo de roca ante Damasco donde caracoleaban los caballos.
Llevaban ya varios días de caminata; se daban por bien empleados si la gestión
terminaba con éxito. Iba Saulo "respirando amenazas de muerte contra los
discípulos del Señor". En su interior había buena dosis de saña.
"Y sucedió que, al llegar cerca de Damasco,
de súbito le cercó una luz fulgurante venida del cielo, y cayendo por tierra
oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dijo: ¿Quién eres,
Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, y entra en la
ciudad y se te dirá lo que has de hacer. Y los hombres que le acompañaban se
habían detenido, mudos de espanto, oyendo la voz, pero sin ver a nadie. Se
levantó Saulo del suelo y, abiertos los ojos, nada veía. Y llevándole de la
mano lo introdujeron en Damasco, y estuvo tres días sin ver, y no comió ni
bebió" (Act. 9, 3-9).
Tres días para rumiar su
derrota y hacerse cargo en su interior de lo que había pasado. Y luego, el bautismo.
Un cambio de vida, cambio de obras, cambio de pensamiento, de ideales y
proyectos. Su carácter apasionado tomará el rumbo ahora marcado sin trabas
humanas posibles _su rendición fue sin condiciones_ y con el afán de llevar a
su pueblo primero y al mundo entero luego la alegría del amor de Dios
manifestado en Cristo.
El relato es del
historiador Lucas, buen conocedor de su oficio. Se lo había oído veces y veces
al mismo protagonista. No hay duda. Vio él mismo al resucitado; y lo dirá más
veces, y muy en serio a los de Corinto. Por ello fue capaz de sufrir naufragios
en el mar y persecuciones en la tierra, y azotes, y hambre y cárcel y
humillaciones y críticas, y juicios y muerte de espada; por ello hizo viajes
por todo el imperio, recorriéndolo de extremo a extremo. Y no creas que se
lamentaba; le ilusionaba hacerlo porque sabía que en él era mandato más que
ruego; el dolor y sufrimiento más bien los tuvo como credenciales y las heridas
de su cuerpo las pensaba como garantía de la victoria final en fidelidad
ansiada.
Entre tantas conversiones
del santoral, la de Pablo es ejemplar, paradigmática. Más se palpa en ella la
acción divina que el esfuerzo humano; además, enseña las insospechadas
consecuencias que trae consigo una mudanza radical.
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