13 de NOVIEMBRE – MIÉRCOLES –
32ª – SEMANA DEL T. O. – C –
Lectura
del libro de la Sabiduría (6,1-11):
Escuchad, reyes, y entended; aprendedlo, gobernantes del orbe
hasta sus confines; prestad atención, los que domináis los pueblos y alardeáis
de multitud de súbditos; el poder os viene del Señor, y el mando, del Altísimo:
él indagará vuestras obras y explorará vuestras intenciones; siendo ministros
de su reino, no gobernasteis rectamente, ni guardasteis la ley, ni procedisteis
según la voluntad de Dios.
Repentino
y estremecedor vendrá sobre vosotros, porque a los encumbrados se les juzga
implacablemente. A los más humildes se les compadece y perdona, pero los
fuertes sufrirán una fuerte pena; el Dueño de todos no se arredra, no le impone
la grandeza: él creó al pobre y al rico y se preocupa por igual de todos, pero
a los poderosos les aguarda un control riguroso. Os lo digo a vosotros,
soberanos, a ver si aprendéis a ser sabios y no pecáis; los que observan
santamente su santa voluntad serán declarados santos; los que se la aprendan
encontrarán quien los defienda.
Ansiad,
pues, mis palabras; anheladlas, y recibiréis instrucción.
Palabra
de Dios
Salmo:
81,3-4.6-7
R/.
Levántate, oh, Dios, y juzga la tierra
«Proteged al desvalido y al huérfano,
haced justicia al
humilde y al necesitado,
defended al pobre y al
indigente,
sacándolos de las manos
del culpable.» R/.
Yo declaro: «Aunque seáis dioses,
e hijos del Altísimo
todos,
moriréis como cualquier
hombre,
caeréis, príncipes, como
uno de tantos.» R/.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (17,11-19):
Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea.
Cuando
iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se
pararon a lo lejos y a gritos le decían:
«Jesús,
maestro, ten compasión de nosotros.»
Al
verlos, les dijo:
«ld
a presentaros a los sacerdotes.»
Y,
mientras iban de camino, quedaron limpios.
Uno
de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos
y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un
samaritano.
Jesús
tomó la palabra y dijo:
«¿No
han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más
que este extranjero para dar gloria a Dios?»
Y
le dijo:
«Levántate,
vete; tu fe te ha salvado.»
Palabra
del Señor
1.
Es evidente que, en este relato, se destacan tres contrastes:
1)
El contraste entre agradecimiento e ingratitud.
2)
El contraste entre judíos y samaritanos.
3) El contraste entre el hecho de la curación y
su interpretación en el ámbito de la
religión (J. A. Fitzmyer).
2.
El relato es polémico y está
redactado con una intencionalidad
claramente polémica (H. D. Betz). Porque el episodio se plantea de forma
que el agradecimiento y la fe se atribuyen
precisamente al samaritano, es decir, al
hereje, al alejado del camino de la salvación,
al que, para cualquier judío ortodoxo, era un indeseable, un impuro, alguien
con quien ni se podía hablar y al
que se le negaba incluso el saludo (Lc 9,
52-53; Jn 4, 9).
El desprecio de los judíos hacia los
habitantes de Samaria era tan fuerte, que llamarle a uno samaritano equivalía a
un insulto, ya que era como decirle "endemoniado" (Jn 8, 48).
3.
Pues bien, lo sorprendente es que Lucas recoge este episodio y lo
redactó de forma que del relato resulta que el pervertido y el despreciable,
según los
criterios de la religión, ese precisamente es
el que tiene sentimientos humanos y de bondad, reconocimiento y gratitud. Y ese
también es el que, en definitiva, tiene la fe que salva: "tu fe te ha
salvado".
Cosa que Jesús no dice de los nueve
judíos, que han cumplido con el trámite "religioso" de acudir al
Templo, y presentarse a los sacerdotes.
La intención de Jesús es patente: para
Jesús, la observancia religiosa deshumaniza, en cuanto que deja la conciencia
tranquila, por más que se dejen de
cumplir los más elementales gestos de humanidad y de fe. Por desgracia, todo
esto ocurría en tiempo de Jesús, pero sigue pasando ahora en no pocos ambientes
religiosos, piadosos y observantes.
Hay gente "muy religiosa"
que roba. Pero cumpliendo sus
observancias religiosas, duermen tan tranquilos y "con buena conciencia".
San Diego de Alcalá
En Alcalá de Henares, en España, san Diego, religioso de la Orden
de los Hermanos Menores, que se distinguió tanto en las islas Canarias como en
la iglesia de Santa María de Araceli, en Roma, por su humildad y caridad en el
cuidado de los enfermos.
San
Diego, posteriormente llamado de Alcalá, nace a finales del siglo XIV en San
Nicolás del Puerto, Sevilla, en el seno de una humilde familia.
Desde
muy joven buscará la dirección espiritual que orientara sus deseos de santidad,
encontrándola en un sacerdote ermitaño, cerca de pueblo natal. De allí irá a un
convento de Córdoba, donde profesará como hermano lego en los franciscanos.
Ya
allí su fama como taumaturgo se extendió rápidamente; se decía que de la
lámpara que iluminaba la imagen de la Virgen extraía el aceite con que curaba a
los enfermos. Fue nombrado portero del convento, con lo que tuvo ocasión de
ejercer la caridad con todos los pobres que llamaban a su puerta.
Posteriormente,
comenzará su vida andariega por pueblos de Córdoba, Sevilla y Cádiz, dejando un
auténtico reguero de caridad y milagros.
Posteriormente,
marchará a las islas Canarias. Siendo la isla de Fuerteventura, sobre todo,
donde atrajo al cristianismo miles de guanches y de cuyo convento fue nombrado
guardián, en la que principalmente desarrolló su labor apostólica.
El año
1450, proclamado Año Santo por Nicolás V, ofreció a Diego la ocasión de marchar
a Roma para lucrar las indulgencias del Jubileo. Fue una larga y penosa
peregrinación de varios meses que aprovechó para predicar y hacer el bien por
muchos pueblos de Francia e Italia.
Asistió
a la canonización de San Bernardino de Siena, a la que habían acudido miles de
franciscanos, declarándose entre ellos la peste. Ante esta situación San Diego
se distingue por sus atenciones con los enfermos, consolándoles y mitigando sus
dolores. Durante este tiempo residirá durante varios meses en el convento de
Santa María de Araceli.
De
vuelta a España, le destinan a Alcalá de Henares, su última estación, donde a
pesar de ser hermano lego alcanzó gran popularidad por su gran corazón.
Allí profesaría en el convento franciscano de San Francisco o Santa
María de Jesús, que acabaría llevando su nombre.
Su
fama se vería incrementada tras su muerte, el 13 de noviembre del año 1463 en
la ciudad complutense, gracias a los numerosos milagros y al poder curativo que
se atribuye a sus restos mortales.
Así,
el rey Enrique IV de Castilla acudió a su sepulcro para pedirle la curación de
la Beltraneja, ruego, que según las crónicas, se cumplió.
Pero
el caso más conocido fue el de Felipe II, que estando su hijo, el príncipe
Carlos, enfermo de gravedad, mandó trasladar los restos de San Diego a la
cámara regia para conseguir su curación. Este milagro lo popularizo Lope de
Vega, tomándolo como argumento en una de sus comedias.
San
Diego de Alcalá finalmente subió a los altares en el año 1588, bajo el pontificado
de Sixto V, con el nombre de San Diego de Alcalá.
Su
proceso de canonización había sido introducido por el Papa Pío IV, a
instancias, sobre todo, de Felipe II, y uno de los milagros exigidos y
aprobados para su canonización fue precisamente el de la curación de su hijo
Carlos.
Sus
restos se venerarán durante siglos en el convento franciscano de Alcalá de
Henares en el que profesó y por cuyo motivo acabó llamándose de San Diego,
hasta que pasaron a La Magistral.
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