7 de NOVIEMBRE – JUEVES –
31ª – SEMANA DEL T. O. – C –
Lectura
de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (14,7-12):
Ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo: si
vivimos, para el Señor vivimos, y si morimos, para el Señor morimos. Por lo
tanto, ya sea que estemos vivos o que hayamos muerto, somos del Señor.
Porque
Cristo murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos. Pero tú, ¿por qué
juzgas mal a tu hermano? ¿Por qué lo deprecias? Todos vamos a comparecer ante
el tribunal de Dios, como dice la Escritura: Juro por mí mismo, dice el Señor,
que todos doblarán la rodilla ante mí y todos reconocerán públicamente que yo
soy Dios.
En
resumen, cada uno de nosotros tendrá que dar cuenta de sí mismo a Dios.
Palabra
de Dios
Salmo:
26
R/. El
Señor es mi luz y mi salvación
El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién voy a tenerle
miedo?
El Señor es la defensa
de mi vida,
¿quién podrá hacerme
temblar? R/.
Lo único que pido, lo único que busco
es vivir en la casa del
Señor toda mi vida,
para disfrutar las
bondades del Señor
y estar continuamente en
su presencia. R/.
Espero ver la bondad del Señor
en esta misma vida.
Ármate de valor y
fortaleza
y confía en el Señor. R/.
Lectura
del santo Evangelio según san Lucas (15,1-10):
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y
los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre
ellos:
«Ése
acoge a los pecadores y come con ellos.»
Jesús
les dijo esta parábola:
«Si
uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y
nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando
la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa,
reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: "¡Felicitadme!, he
encontrado la oveja que se me había perdido."
Os
digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se
convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
Y
si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y
barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la
encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles:
"¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido."
Os
digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador
que se convierta.»
Palabra
del Señor
1.
Comer y beber con gente de mala vida, con malas compañías, diríamos
ahora, compartir "el botellón" del
fin de semana, visitar la "bacanal" de los que
frecuentan locales de fiesta, todo eso es
fundirse con gente poco recomendable. Hasta escandalizar a los piadosos y
observantes.
Todo esto, sin embargo, es lo que Jesús vio
que tenía que hacer. Y lo que las autoridades eclesiásticas vieron que tenían
que condenar (cf. Adolf Holl).
A fin de cuentas, acoger a los
pecadores y comer con ellos es una expresión
que indica un estilo de vida.
Y unos criterios éticos poco recomendables.
Sobre todo, si pensamos que acoger el camino, que traza aquí Jesús, para
reconciliar a los pecadores, a los alejados, a los extraviados, a los perdidos,
no es el camino del reproche, de
la amenaza, del juicio y la condena. Es
exactamente todo lo contrario.
Jesús traza el camino que lleva a la
amistad, a la convivencia, a la cercanía humana y todo lo que supone la comida
compartida. No es, por tanto, el
procedimiento pastoral que echa mano de las verdades que hay que enseñar; ni de
las normas que hay que imponer; ni de los rituales religiosos que hay que
celebrar y a los que hay que asistir.
El medio para conseguir la alegría en
el cielo es la comensalía en la tierra. No consiste en recurrir a la
observancia de la práctica religiosa, sino a la experiencia compartida de
experiencias humanas.
2.
Buscar al perdido es necesitar a aquel o aquello que se quiere mucho,
algo
sin lo cual no se puede vivir. El que busca no
condena, ni juzga, ni rechaza. Siente necesidad. La necesidad que brota del
vacío. Y del deseo de llenar ese vacío.
Pero lo notable es que, en el caso de
Jesús, su forma de relacionarse con
los demás era tal, que los perdidos y
extraviados lo buscaban y en él encontraban la respuesta de lo que tanto
anhelaban: la paz y el sosiego interior.
La respuesta al deseo y el vacío, que
los vicios no pueden satisfacer.
3.
El problema está en que las relaciones entre los cristianos no suelen
ser de "necesidad", sino de "sospecha", de
"juicio", de "rechazo" y demasiadas veces también de
"condena".
Porque las ideas mandan más que el
corazón. Y así, lo que hemos conseguido es montar una religión y una Iglesia
que se rompe por todas partes, que se
fractura, se divide, se enferma.
El buen pastor ya no es pastor. Porque, a veces, da la impresión de que quien
anda extraviado es el pastor.
Extraviado hasta el extremo que, si
hay ovejas que lo buscan, lo que encuentran es un censor y un juez.
Por supuesto, no siempre un amigo que te invita a sentarte junto a él en la
misma mesa.
San Ernesto
Nace en Suiza
(actual Alemania) en el siglo XII. Fue abad del monasterio benedictino de
Zwiefalten en la región de Wurttemberg entre 1141 y 1146. Renuncia para ir a la
segunda cruzada. Predica en Persia y Arabia. Es apresado por los sarracenos,
torturado y muere en La Meca en 1148 mártir.
Vida
de San Ernesto
El
joven Ernesto, muerto en el año 1147, vivió de lleno en la época de la primera
cruzada (1099).
Fue
ella la que permitió abrir nuevos caminos para los Lugares santos a todos los
peregrinos. Y, además, permitió la fundación de cuatro pequeños estados
cristianos en tierras del Islám: Jerusalén, Antioquía, Edesa y Trípoli. Sin
embargo, desde 1144, la caída de Edesa mostró que los musulmanes podían volver
a coger lo que los franceses les habían arrebatado anteriormente, incluida
Jerusalén. Esto dio lugar a la segunda cruzada (1147-1149).
Se
sabe por la historia que fue un desatino.
De los
200.000 hombres y mujeres que partieron para el Oriente, volvieron sólo algunos
miles.
Ernesto
de Steisslingen fue uno de ellos. En su juventud entró de monje en la abadía de
Zwiefalten, que da al bello lago de Constanza.
Lo
eligieron abad durante cinco años para dirigir humana y espiritualmente a los
sesenta y dos monjes que la habitaban.
Al
término de su mandato, se marchó de nuevo a la cruzada con el ejército alemán,
comandado por el emperador Conrado III.
Cuando
se despidió de sus hermanos religiosos, les dijo: "Creo que no volveré a
veros en esta tierra, pues Dios me concederá que vierta mi sangre por él. Poco
importa la muerte que me reserva, si me permite sufrir por el amor de
Cristo".
Sus
predicciones se cumplieron. Y desde entonces no se supo nunca cómo y dónde
murió.
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