10 de NOVIEMBRE – DOMINGO
32ª – SEMANA DEL T. O. – C –
Lectura
del segundo libro de los Macabeos (7,1-2.9-14):
En aquellos días, sucedió que arrestaron a siete hermanos con su
madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios para forzarlos a comer
carne de cerdo, prohibida por la ley.
Uno de
ellos habló en nombre de los demás:
«Qué
pretendes sacar de nosotros?
Estamos
dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres».
El
segundo, estando a punto de morir, dijo:
«Tú,
malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando hayamos muerto por su ley,
el Rey del universo nos resucitará para una vida eterna».
Después
se burlaron del tercero.
Cuando
le pidieron que sacara la lengua, lo hizo enseguida y presentó las manos con
gran valor. Y habló dignamente:
«Del
Cielo las recibí y por sus leyes las desprecio; espero recobrarlas del mismo
Dios».
El rey
y su corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los tormentos.
Cuando
murió este, torturaron de modo semejante al cuarto. Y, cuando estaba a punto de
morir, dijo:
«Vale
la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios
mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida».
Palabra
de Dios
Salmo:
16,1.5-6.8.15
R/.
Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.
V/. Señor, escucha mi apelación,
atiende a mis clamores,
presta oído a mi súplica,
que en mis labios no hay
engaño. R/.
V/. Mis pies estuvieron firmes
en tus caminos,
y no vacilaron mis pasos.
Yo te invoco porque tú me
respondes, Dios mío;
inclina el oído y escucha
mis palabras. R/.
V/. Guárdame como a las niñas de
tus ojos,
a la sombra de tus alas
escóndeme.
Yo con mi apelación vengo a
tu presencia,
y al despertar me saciaré de
tu semblante. R/.
Lectura
de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses (2,16–3,5):
Hermanos:
Que el
mismo Señor nuestro, Jesucristo, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y nos
ha regalado un consuelo eterno y una esperanza dichosa, consuele vuestros
corazones y os dé fuerza para toda clase de palabras y obras buenas.
Por lo
demás, hermanos, orad por nosotros, para que la palabra del Señor siga
avanzando y sea glorificada, como lo fue entre vosotros, y para que nos veamos
libres de la gente perversa y malvada, porque la fe no es de todos.
El
Señor, que es fiel, os dará fuerzas y os librará del Maligno.
En cuanto a vosotros,
estamos seguros en el Señor de que ya cumplís y seguiréis cumpliendo todo lo
que os hemos mandado.
Que el
Señor dirija vuestros corazones hacia el amor de Dios y la paciencia en Cristo.
Palabra
de Dios
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (20,27-38):
En aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no
hay resurrección, y preguntaron a Jesús:
«Maestro,
Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero
sin hijos, que tome la mujer como esposa y de descendencia a su hermano.
Pues
bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y
el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar
hijos. Por último, también murió la mujer.
Cuando
llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la
tuvieron como mujer».
Jesús
les dijo:
«En
este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean
juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre
los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden
morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la
resurrección.
Y que
los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza,
cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”.
No es
Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».
Palabra
del Señor
La
resurrección: ¿mito o realidad?
Hace una semana hemos
celebrado la fiesta de los difuntos. Miles de personas habrán visitado los
cementerios o, al menos, los habrán recordado y asistido a la eucaristía. Pero
las actitudes ante la muerte habrán sido muy distintas: desde una gran fe en la
resurrección hasta la duda o incluso la negación. Las lecturas de este domingo
nos ofrecen dos actitudes muy distintas ante la esperanza de otra vida: la de
quienes creen firmemente en ella (los siete hermanos del libro de los Macabeos)
y la de quienes bromean sobre la cuestión (los saduceos).
Los
israelitas y la fe en la resurrección
En contra de lo que muchos pueden pensar, el pueblo de
Israel no tuvo en todos los siglos antes de Jesús una idea clara de la
resurrección. Más bien se daba por supuesto que el hombre, cuando moría,
descendía al Seol, donde llevaba una forma de vida en la que no era posible la
felicidad ni tenía lugar una visión de Dios. La oración que pronuncia el
piadoso rey Ezequías (siglo VIII a.C.) expresa muy bien la opinión tradicional
(Isaías 38,18-19).
«El
Abismo no te da gracias, ni la Muerte te alaba,
ni
esperan en tu fidelidad los que bajan a la fosa.
Los
vivos, los vivos son los que te dan gracias, como yo ahora.»
Los judíos comienzan a creer en la resurrección en los
últimos siglos del Antiguo Testamento; los testimonios más claros proceden del
siglo II a.C., en el libro de Daniel y en 2 Macabeos. Debió de contribuir
mucho a implantar esta fe la idea de que quienes morían por ser fieles a Dios y
a sus mandamientos debían recibir una recompensa en la otra vida. La última
visión del libro de Daniel termina con estas palabras:
«Muchos de los que duermen
en el polvo despertarán: unos para vida eterna, otros para ignominia perpetua»
(Daniel 12,2).
Y, poco después, el ángel dice a Daniel:
«Te alzarás a recibir tu
destino al final de los días» (Daniel 12,13).
Los que se toman la resurrección en serio
El libro segundo de los Macabeos contiene en el c.7
una leyenda sobre la muerte de siete hermanos junto con su madre, en la que se
afirma claramente la fe en la resurrección. Un fragmento de ese capítulo
constituye la primera lectura de este domingo (2 Macabeos
7, 1-2. 9-14).
Los que se toman la resurrección en broma
Esta fe en la resurrección fue aceptada plenamente por
los fariseos. En cambio, los saduceos la rechazaban como novedad e intentan
discutir sobre el tema con Jesús. Es lo que nos cuenta hoy el evangelio de
Lucas.
Los saduceos
Los saduceos formaban uno de los grandes grupos
religioso-políticos de la época de Jesús, junto con los fariseos, los esenios y
los sicarios. Su nombre deriva de Sadoc, sumo sacerdote en tiempos de Salomón.
Aunque el partido estaba compuesto en gran parte por sacerdotes, también lo
integraban seglares. Su rasgo más destacado es que pertenecían a la aristocracia.
Cuentan sobre todo con los ricos; no tienen al pueblo de su parte. «Esta
doctrina es profesada por pocos, pero éstos son hombres de posición elevada»
(Flavio Josefo, Antigüedades de los Judíos XVIII, 1,
4).
Aparte de su condición de aristócratas, otro rasgo
característico es que únicamente reconocían como vinculante la Torá escrita y
rechazaban el conjunto de la interpretación tradicional y su desarrollo
ulterior a lo largo de los siglos, «las tradiciones de los antepasados».
Es muy posible que sólo considerasen el Pentateuco
como texto canónico en el sentido estricto.
Como consecuencia de lo anterior, su visión religiosa
era muy conservadora:
1)
negaban la resurrección de los cuerpos y cualquier tipo de supervivencia
personal;
2)
negaban la existencia de ángeles y espíritus;
3)
afirmaban que «el bien y el mal estaban al alcance de la elección del hombre y
que éste puede hacer lo uno o lo otro a voluntad»; en consecuencia, Dios no
ejerce influjo alguno en las acciones humanas y el hombre es él mismo causa de
su propia fortuna o desgracia.
Cuando se acercan a Jesús no plantean los tres
problemas, sólo el primero, a propósito de la resurrección.
El argumento de los saduceos: la ley del
levirato
El argumento que aducen es muy simple; más que
simple, irónico, basado en una ley antigua. En Israel, como entre los asirios e
hititas, se pretendía garantizar la descendencia y la estabilidad de los bienes
familiares mediante una ley que se conoce con el nombre latino de «ley del
levirato» (de levir, «cuñado»), y dice así:
«Si
dos hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin hijos, la viuda no saldrá de
casa para casarse con un extraño; su cuñado se casará con ella y cumplirá con
ella los deberes legales de cuñado; el primogénito que nazca continuará el
nombre del hermano muerto, y así no se extinguirá su nombre en Israel. Pero si el
cuñado se niega a casarse, la cuñada acudirá a las puertas, a los ancianos, y
declarará: 'Mi cuñado se niega a transmitir el nombre de su hermano en Israel,
no quiere cumplir conmigo su deber de cuñado'.
Los ancianos de la ciudad lo
citarán y procurarán convencerlo; pero si se empeña y dice que no quiere
tomarla, la cuñada se le acercará, en presencia de los ancianos, le quitará una
sandalia del pie, le escupirá en la cara y le responderá: 'Esto es lo que se
hace con un hombre que no edifica la casa de su hermano' Y en Israel le pondrán
por mote 'La casa del Sinsandalias" (Dt 25,5-10).
He citado toda la ley por simple curiosidad. A los
saduceos les basta la primera parte para plantear un caso aparentemente
insoluble. Parten de la idea, bastante extendida entre los judíos de la
época, de que la vida matrimonial continuaba después de la resurrección.
Entonces, ¿cómo se resuelve el caso de los siete hermanos que han tenido la
misma mujer? La pregunta de los saduceos es inteligente: no niegan de entrada
la resurrección, al contrario, parecen afirmarla («cuando resuciten»); pero
proponen una dificultad tan grande que el adversario puede sentirse obligado a
reconocer su derrota y negar esa resurrección.
La respuesta de Jesús
En los evangelios de Marcos y Mateo, la respuesta de
Jesús comienza con un duro ataque a los saduceos:
«Estáis equivocados, porque
no conocéis las Escrituras ni el poder de Dios».
Decirle a un judío, sobre todo si es sacerdote, que no
conoce las Escrituras ni el poder de Dios es el mayor insulto que se le puede
dirigir. Lucas omite esta frase y Jesús se limita a indicar la diferencia
radical entre la vida presente y la futura.
«En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos
de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se
casarán».
Los saduceos entienden la vida futura como una
reproducción literal de la presente (muchas mujeres, y también muchos hombres,
dirían que para eso no vale la pena resucitar). Para Jesús, en cambio, las
relaciones cambian por completo: varones y mujeres serán «como ángeles de
Dios».
Para comprender esta comparación con los ángeles hay
que tener en cuenta la mentalidad dualista que reflejan algunos escritos judíos
anteriores, como el Libro de Henoc. En él se distinguen dos clases
de seres: los carnales (los hombres) y los espirituales (los ángeles). Los
primeros necesitan casarse para garantizar la procreación. Los segundos, no. A
los primeros, Dios «les ha dado mujeres para que las fecunden y tengan hijos y
así no cese toda obra sobre la tierra». Y a los ángeles se les dice:
«Vosotros fuisteis primero
espirituales, con una vida eterna, inmortal, por todas las generaciones del
mundo. Por eso no os he dado mujeres, porque la morada de los espirituales del
cielo está en el cielo» (Henoc 15,4-7).
En este texto, la mujer es vista exclusivamente desde
el punto de vista de la procreación, y el matrimonio no tiene más fin que
garantizar la supervivencia de la humanidad.
A la luz de este texto, la comparación con los ángeles
significa que la humanidad pasa a una forma nueva de existencia, inmortal, en
la que no es preciso seguir procreando. De las palabras de Jesús no pueden
sacarse más conclusiones sobre la vida de los resucitados. El sólo pretende
desvelar el equívoco en que se mueven los saduceos y la mayoría de sus
contemporáneos en este punto. Lo curioso es que Jesús diga esto a un grupo
religioso que tampoco cree en los ángeles.
La resurrección
Resuelta la dificultad, pasa a demostrar el hecho de
la resurrección. Los rabinos fundamentaban la fe en la resurrección
usando tres recursos:
1)
citas de la Escritura;
2)
relatos del AT de resurrección de muertos (los de Elías y Eliseo);
3)
argumentos de razón.
Jesús se limita al primer
recurso citando las palabras de Dios a Moisés cuando se le revela en la zarza
ardiente:
«Yo soy el Dios
de Abrahán, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob».
Conviene recordar que estas palabras formaban parte de
una de las dieciocho bendiciones que todo judío piadoso rezaba tres veces al
día. Por tanto, se trata de palabras conocidas y repetidas continuamente por
los saduceos, pero de las que no extraen la consecuencia lógica:
«Dios no es un Dios de muertos, sino de
vivos».
A una mentalidad crítica, esta argumentación puede
resultarle de una debilidad sorprendente. Sin embargo, no es tan débil. Más
bien, deja clara la debilidad del punto de vista de los saduceos, que confiesan
una serie de cosas sin querer aceptar las conclusiones. Desde el punto de vista
de un debate teológico, es más honesto negarlo todo que afirmar algo y negar lo
que de ahí se deriva.
Años más tarde, en algunos cristianos de Corinto se
daba una actitud parecida a la de los saduceos. Aceptaban y confesaban que
Jesús había resucitado, pero negaban que los demás fuésemos a resucitar. Se
aceptaba el evangelio como algo válido para esta vida, pero se negaba su
promesa de otra vida definitiva. Esta contradicción es la que ataca Jesús en
los saduceos.
Si mi interpretación es exacta, este texto no serviría
para demostrarle a un ateo que existe la resurrección. El texto se dirige más
bien a gente de fe, como nosotros, que dudan de sacar las consecuencias lógicas
de esa fe que confiesan.
La
convicción de Jesús
A lo
largo de todo el evangelio, Jesús manifiesta una certeza absoluta sobre la
realidad de otra vida después de la muerte. Es algo que le sale espontáneo, en
las circunstancias más distintas. En esa nueva vida se consigue la recompensa
que Dios nos prepara, se justifican los sacrificios, incluso de la vida, por
difundir el evangelio, se enjugan las lágrimas (como dirá el Apocalipsis). Nada
de lo que dice y hace Jesús se comprende sin ese convencimiento. Nosotros, que
somos a menudo muy distintos, debemos pedirle:
“Creo, Señor, pero
aumenta nuestra fe”.
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