14 DE MARZO -
MARTES-
2ª – SEMANA DE CUARESMA
Santa Matilde, reina
Evangelio según
san Mateo 23, 1-12
En aquel
tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos diciendo:
"En
la cátedra de Moisés se han sentado los letrados y los fariseos: haced y
cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no
hacen lo que dicen.
Ellos
lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros,
pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar.
Todo
lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan
las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los
asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y
que la gente los llame "maestro".
Vosotros,
en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y
todos vosotros sois hermanos.
Y no llaméis padre vuestro a nadie en la
tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo.
No
os dejéis llamar jefes, porque uno solo es vuestro Señor, Cristo.
El
primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado,
y el que se humilla será enaltecido".
1. Se ha
discutido mucho la autenticidad de este discurso que Mateo pone en boca de
Jesús. Sobre todo, porque se ha visto aquí una manifestación muy dura del
antisemitismo que tanto condicionó al cristianismo naciente. Sin embargo, es
importante tener en cuenta que Jesús aquí no ataca al pueblo judío en general,
sino a un grupo muy concreto de sus dirigentes. Por lo demás, se sabe que este
estilo, de ataque duro y directo, era frecuente en las diatribas literarias de
aquel tiempo, por ejemplo, en Plutarco o Filón de Alejandría (L. Johnson).
2. Aunque el
autor del evangelio de Mateo seguramente retocó algunas de las expresiones o el
orden del discurso, lo que aquí queda claro es que Jesús no tolera, en los
dirigentes religiosos, cuatro cosas que ahora hay gente que las ve con cierta
naturalidad resignada:
1) Las obligaciones pesadas que los dirigentes
pretenden imponer a la gente.
2) Las vestimentas que se ponen para distinguirse
del resto de los mortales.
3) Los puestos de honor que les gusta ocupar en
los actos públicos.
4) Los títulos que ostentan y con los que
desean
ser reconocidos.
3. Esta
ostentación, esta imagen recubierta de boato y solemnidad, no es mera cuestión de
vanidad infantil, de pretensión de prestigio y de frivolidad. No. No puede serlo.
Al ser dirigentes de la Iglesia y representantes
de Dios, no parece que eso sea lo más adecuado para cumplir con su sagrada y solemne
misión. Toda esa pompa y ese boato es el gran engaño, la gran mentira, que solo
sirve para ocultar miserias humanas.
Además, así no es posible actuar como representantes
de Jesús, ni del Dios de Jesús. Porque lo sensible tiene más poder, en nuestras
vidas y formas de conducta, que las más
sublimes ideas.
Los dirigentes eclesiásticos, que actúan de esta
manera, desobedecen al Evangelio. Y no es justificante que eso es lo que
prescribe el ritual o las rúbricas de la liturgia. Dios no quiere eso. Jesús lo
prohíbe expresamente. Y lo asombroso es que la gran mayoría de los cristianos
vemos todo eso como la cosa más natural del mundo, cuando en realidad es un
auténtico esperpento.
Santa Matilde, reina
Matilde era descendiente del célebre
Widukind, capitán de los sajones en su larga lucha contra Carlomagno, como hija
de Dietrich, conde de Westfalia y de Reinhild, vástago de la real casa de
Dinamarca. Cuando la niña nació en el año 895, fue confiada al cuidado de su
abuela paterna, la abadesa del convento de Erfut. Allí, sin apartarse mucho de
su hogar, Matilde se educó y creció hasta convertirse en una jovencita que
sobrepasaba a sus compañeras en belleza, piedad y ciencia, según se dice. A su
debido tiempo se casó con Enrique, hijo del duque Otto de Sajonia, a quien
llamaban "el cazador". El matrimonio fue excepcionalmente feliz y
Matilde ejerció sobre su esposo una moderada, pero edificante influencia.
Precisamente después del nacimiento de su primogénito, Otto, a los tres años de
casados, Enrique sucedió a su padre en el ducado. Más o menos a principios del
año 919, el rey Conrado murió sin dejar descendencia y el duque fue elevado al
trono de Alemania. No cabe duda de que su experiencia de soldado valiente y
hábil le resultó muy útil, puesto que su vida fue una lucha constante en la que
triunfó muchas veces de manera notable.
El mismo Enrique y sus súbditos
atribuyeron sus éxitos, tanto a las oraciones de la reina, como a sus propios
esfuerzos. Esta seguía viviendo en la humildad que la había distinguido de
niña. A sus cortesanos y a sus servidores, más les parecía una madre amorosa
que su reina y señora; ninguno de los que acudieron a ella en demanda de ayuda
quedó defraudado. Su esposo rara vez le pedía cuentas de sus limosnas o se
mostraba irritado por sus prácticas piadosas, con la absoluta certeza de su
bondad y confiando en ella plenamente. Después de veintitrés años de
matrimonio, el rey Enrique murió de apoplejía, en 936. Cuando le avisaron que
su esposo había muerto, la reina estaba en la iglesia y ahí se quedó, volcando
su alma al pie del altar en una ferviente oración por él. En seguida pidió a un
sacerdote que ofreciera el santo sacrificio de la misa por el eterno descanso
del rey y, quitándose las joyas que llevaba, las dejó sobre el altar como
prenda de que renunciaba, desde ese momento, a las pompas del mundo.
Habían tenido cinco hijos: Otto, más
tarde emperador; Enrique el Pendenciero; San Bruno, posteriormente arzobispo de
Colonia; Gerberga que se casó con Luis IV, rey de Francia y Hedwig, la madre de
Hugo Capeto. A pesar de que el rey había manifestado su deseo de que su hijo
mayor, Otto, le sucediera en el trono, Matilde favoreció a su hijo Enrique y
persuadió a algunos nobles para que votaran por él; no obstante, Otto, resultó
electo y coronado. Enrique no aceptó de buena gana renunciar a sus pretensiones
y promovió una rebelión contra su hermano, pero fue derrotado y solicitó la
paz. Otto lo perdonó y, por la intercesión de Matilde, le nombró duque de
Baviera. La reina llevó desde entonces una vida de completo auto-sacrificio;
sus joyas habían sido vendidas para ayudar a los pobres y era tan pródiga en
sus dádivas, que dio motivo a críticas y censuras. Su hijo Otto la acusó de
haber ocultado un tesoro y de mal gastar los ingresos de su corona; le exigió
que rindiera cuentas de todo cuanto había gastado y envió espías a vigilar sus
movimientos y registrar sus donativos.
Su sufrimiento más amargo fue descubrir
que Enrique instigaba y ayudaba a su hermano en contra de ella. Lo sobrellevó
todo con paciencia inquebrantable, haciendo notar, con un toque de patético
humor, que por lo menos la consolaba ver que sus hijos estaban unidos, aunque
sólo fuera para perseguirla.
"Gustosamente soportaré todo lo que
puedan hacerme, siempre que lo hagan sin pecar, si es que con ello se conservan
unidos", solía decir, según se afirma.
Para darles gusto, Matilde renunció a su
herencia en favor de sus hijos y se retiró a la residencia campestre donde
había nacido. Pero poco tiempo después de su partida, el duque Enrique cayó
enfermo y comenzaron a llover los desastres sobre el Estado. El sentimiento
general era que tales desgracias se debían al trato que los príncipes habían
dado a su madre; Edith, la esposa de Otto, lo convenció para que fuera a solicitar
su perdón y le devolviera todo lo que le habían quitado. Sin que se lo
pidieran, Matilde los perdonó y volvió a la corte, donde reanudó sus obras de
misericordia. Pero no obstante que Enrique había cesado de importunarla, su
conducta continuó causándole gran aflicción. El nuevamente se volvió contra
Otto y, posteriormente castigó una insurrección de sus propios súbditos en
Baviera con increíble crueldad; ni aun los obispos escaparon a su cólera.
En 955, cuando Matilde lo vio por última
vez, le profetizó su próxima muerte y lo instó a arrepentirse, antes de que
fuera demasiado tarde. En efecto, al poco tiempo, murió Enrique y la noticia
causó un dolor muy profundo en la reina.
Emprendió la construcción de un convento
en Nordhausen; hizo otras fundaciones en Quedlinburg, en Engern y también en
Poehlen, donde estableció un monasterio para hombres. Es evidente que Otto
jamás volvió a resentirse porque su madre gastara los ingresos en obras
religiosas, pues cuando él fue a Roma para ser coronado emperador, dejó el
reino a cargo de Matilde.
La última vez que Matilde tomó parte en
una reunión familiar fue en Colonia, en la Pascua de 965, cuando estuvieron con
ella el emperador Otto "el Magno", sus otros hijos y nietos. Después
de esta reaparición, prácticamente se retiró del mundo, pasando su tiempo en
una y otra de sus fundaciones, especialmente en Nodhausen. Cuando se disponía a
tratar ciertos asuntos urgentes que la reclamaban en Quedlinburg, se agravó una
fiebre que había venido sufriendo por algún tiempo y comprendió que pronto iba
a llegar su último momento. Envió a buscar a Richburg, la doncella que la había
ayudado en sus caridades y que era abadesa en Nordhausen. Según la tradición,
la reina procedió a hacer una escritura de donación para todo lo que hubiera en
su habitación, hasta que no quedó nada más que el lienzo de su sudario.
"Den eso al obispo Guillermo de Mainz (que era su nieto). Él lo necesitará
primero que yo". En efecto, el obispo murió repentinamente, doce días
antes de que ocurriera el deceso de su abuela, acaecido el 14 de marzo de 968.
El cuerpo de Matilde fue sepultado junto con el de su esposo, en Quedlinburg,
donde se la venera como santa desde el momento de su muerte.
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