26 de Marzo – Domingo -
4ª – Semana de Cuaresma
Domingo Laetare
Lectura del primer libro de Samuel
(16,1b.6-7.10-13a):
En aquellos días, el Señor dijo a Samuel:
«Llena la cuerna de aceite y vete, por
encargo mío, a Jesé, el de Belén, porque entre sus hijos me he elegido un rey.»
Cuando llegó, vio a Eliab y pensó:
«Seguro, el Señor tiene delante a su ungido.»
Pero el Señor le dijo:
«No te fijes en las apariencias ni en su
buena estatura. Lo rechazo. Porque Dios no ve como los hombres, que ven la
apariencia; el Señor ve el corazón.»
Jesé hizo pasar a siete hijos suyos ante
Samuel; y Samuel le dijo:
«Tampoco a éstos los ha elegido el
Señor.»
Luego preguntó a Jesé:
«¿Se acabaron los muchachos?»
Jesé respondió:
«Queda el pequeño, que precisamente está
cuidando las ovejas.»
Samuel dijo:
«Manda por él, que no nos sentaremos a
la mesa mientras no llegue.»
Jesé mandó a por él y lo hizo entrar:
era de buen color, de hermosos ojos y buen tipo.
Entonces el Señor dijo a Samuel:
«Anda, úngelo, porque es éste.»
Samuel tomó la cuerna de aceite y lo
ungió en medio de sus hermanos.
En aquel momento, invadió a David el
espíritu del Señor, y estuvo con él en adelante.
Salmo 22,1-3a.3b-4.5.6
R/. El Señor es mi pastor, nada me falta
El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar,
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas. R/.
Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan. R/.
Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa. R/.
Tu bondad y tu misericordia
me acompañan todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término. R/.
Lectura de la carta del apóstol san
Pablo a los Efesios (5,8-14):
En otro tiempo erais tinieblas, ahora
sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz –toda bondad, justicia y
verdad son fruto de la luz–, buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte
en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien denunciadlas. Pues hasta
da vergüenza mencionar las cosas que ellos hacen a escondidas. Pero la luz,
denunciándolas, las pone al descubierto, y todo lo descubierto es luz. Por eso
dice:
«Despierta, tú que duermes, levántate de
entre los muertos, y Cristo será tu luz.»
Lectura del santo evangelio según san
Juan (9,1.6-9.13-17.34-38):
En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un
hombre ciego de nacimiento. Y escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se
lo untó en los ojos al ciego y le dijo:
«Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que
significa Enviado).»
Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y
los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban:
«¿No es ése el que se sentaba a pedir?»
Unos decían:
«El mismo.»
Otros decían:
«No es él, pero se le parece.»
Él respondía:
«Soy yo.»
Llevaron ante los fariseos al que había
sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También
los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista.
Él les contestó:
«Me puso barro en los ojos, me lavé, y
veo.»
Algunos de los fariseos comentaban:
«Este hombre no viene de Dios, porque no
guarda el sábado.»
Otros replicaban:
«¿Cómo puede un pecador hacer semejantes
signos?»
Y estaban divididos.
Y volvieron a preguntarle al ciego:
«Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto
los ojos?»
Él contestó: «Que es un profeta.»
Le replicaron:
«Empecatado naciste tú de pies a cabeza,
¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?»
Y lo expulsaron.
Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo
encontró y le dijo:
«¿Crees tú en el Hijo del hombre?»
Él contestó:
«¿Y quién es, Señor, para que crea en
él?»
Jesús le dijo:
«Lo estás viendo: el que te está
hablando, ése es.»
Él dijo:
«Creo, Señor.»
Y se postró ante él.
El caso del testigo condenado.
«A mi hijo lo citaron como
testigo, lo estuvieron interrogando más de dos horas y al final lo condenaron
como culpable. ¿Usted ha oído hablar de algo parecido?» Me lo dice el padre de
un ciego de nacimiento, en voz baja, por miedo a las autoridades. Un caso que
tiene conmocionada a Jerusalén en estos días de la gran fiesta.
Todo comenzó el sábado pasado,
cuando un muchacho ciego de nacimiento fue curado de su ceguera por un galileo
llamado Jesús. Al parecer, entre sus discípulos se planteó la discusión de si
era ciego por culpa propia o de sus padres. Jesús dijo que nadie tenía la
culpa, se agachó a recoger un poco de polvo, escupió sobre él y untó el barro
en los ojos del ciego. Luego le mandó lavarse en la piscina de Siloé. Y cuando
lo hizo, comenzó a ver.
Este corresponsal ha intentado
ponerse en contacto con el ciego pero le ha resultado imposible. Tampoco hay
noticias de Jesús, que parece haber abandonado la ciudad. Según algunos, este
galileo se considera superior a Abrahán y Moisés y no se siente obligado a
observar el sábado. Las autoridades, preocupadas por el escándalo que está
provocando en la población, convocaron al ciego como testigo de cargo contra
Jesús. Según su padre, se comportó de manera imprudente y de testigo terminó en
acusado y condenado. No se extrañen. Jerusalén no es Alejandría. En Jerusalén
todo es posible.
Una forma extraña de curar
En el evangelio de Juan, igual que
en los Sinópticos, la palabra de Jesús es poderosa. Lo demostrará sobre todo
poco más tarde resucitando a Lázaro con la simple orden: «Lázaro, sal
fuera». Sin embargo, para curar al ciego adopta un método muy distinto y
complicado. Forma barro con la saliva, le unta los ojos y lo envía a la piscina
de Siloé. Un volteriano podría decir que no cabe más mala idea: le tapa los
ojos con barro para que vea menos todavía, y lo manda cuesta abajo; más que
curarse podría matarse.
¿Qué pretende enseñarnos el
evangelista?
No es fácil saberlo. San Ireneo,
en el siglo II, fijándose en la primera parte, relacionaba el barro con la
creación de Adán; pero esto no explica el uso de la saliva ni el envío a la
piscina de Siloé. San Agustín, fijándose en el final, relacionaba el lavarse en
la piscina con el bautismo; tampoco esto explica todos los detalles.
Una cosa al menos queda clara: la
obediencia del ciego. No entiende lo que hace Jesús, pero cumple de inmediato
la orden que le da. No se comporta como el sirio Naamán, que se rebeló contra
la orden de Eliseo de lavarse siete veces en el río Jordán. Como Abrahán, por
la fe sale de su mundo conocido para marchar hacia un mundo nuevo.
Un anacronismo intencionado
La antítesis del ciego la
representan los fariseos. El evangelista deforma una vez más la realidad
histórica para acomodarla a la situación de su tiempo. En la época de Jesús los
fariseos no tenían poder para expulsar de la sinagoga; ese poder lo
consiguieron después de la caída de Jerusalén en manos de los romanos (año 70),
cuando el sacerdocio perdió fuerza y ellos se hicieron con la autoridad
religiosa. A finales del siglo I, bastante después de la muerte de Jesús, es
cuando comenzaron a enfrentarse decididamente a los cristianos, acusándolos de
herejes y expulsándolos de la sinagoga.
El miedo y la osadía
El relato de Juan refleja muy
bien, a través de los padres del ciego, el pánico que esto provocaba en muchos
judíos piadosos, impidiéndoles hacerse cristianos. El hijo, en cambio, se
muestra cada vez más osado. Después de verse curado, se forma de Jesús la misma
idea que la samaritana: «es un profeta». Porque el profeta no es sólo el
que sabe cosas ocultas, sino también el que realiza prodigios sorprendentes.
Ante la acusación de que es un pecador, no lo defiende con argumentos
teológicos sino de orden práctico: «Si es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo
era ciego y ahora veo.» Luego no teme recurrir a la ironía, cuando pregunta a
los fariseos si también ellos quieren hacerse discípulos de Jesús. Y termina
haciendo una apasionada defensa de Jesús: «si éste no viniera de Dios, no
tendría ningún poder.»
La verdadera visión
Hasta ahora, el ciego sólo sabe
que la persona que lo ha curado se llama Jesús. Él lo considera un profeta,
está convencido de que no es un pecador y de que debe venir de Dios. El ciego
ha empezado a ver. Pero la visión completa la recupera en la última escena,
cuando se encuentra de nuevo con Jesús, cree en él y se postra a sus pies. Lo
importante no es ver personas, árboles, nubes, muros, casas, el sol y la luna…
La verdadera visión consiste en descubrir a Jesús y creer en él.
No hay peor ciego que quien no
quiere ver
Los fariseos representan el polo
opuesto. Para ellos, el único enviado de Dios es Moisés. Con respecto a Jesús,
a lo sumo podrían considerarlo un israelita piadoso, incluso un buen maestro,
si observa estrictamente la Ley de Moisés. Pero está claro que a él no le
importa la Ley, ni siquiera un precepto tan santo como el del sábado. Además,
nadie sabe de dónde viene. Resuena aquí un tema típico del cuarto evangelio:
¿de dónde viene Jesús? Es una pregunta ambigua, porque no se refiere a un lugar
físico (Nazaret, de donde no puede salir nada bueno, según Natanael; Belén, de
donde algunos esperan al Mesías) sino a Dios. Jesús es el enviado de Dios, el
que ha salido de Dios. Y esto los fariseos no pueden aceptarlo. Por eso, Jesús es
para ellos un pecador, aunque realice un signo sorprendente. Dios no puede
salirse de los estrictos cánones que ellos le imponen. Ellos tienen la luz,
están convencidos de que ven lo correcto, pero, como les dice Jesús al final,
este convencimiento hace que permanezcan en su pecado.
La samaritana
y el ciego
Hay un gran parecido entre estas
dos historias tan distintas del evangelio de Juan. En ambas, el protagonista va
descubriendo cada vez más la persona de Jesús. Y en ambos casos el
descubrimiento les lleva a la acción.
La samaritana difunde la noticia
en su pueblo. El ciego, entre sus conocidos y, sobre todo, ante los fariseos.
En este caso, no se trata de una propagación serena y alegre de la fe sino de
una defensa apasionada frente a quienes acusan a Jesús de pecador por no
observar el sábado.
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