1 DE ABRIL -
SÁBADO –
4ª - SEMANA DE
CUARESMA
Evangelio según san Juan 7,40-53
En aquel tiempo, de la gente que había
oído estos discursos de Jesús, unos decían:
"Este es de verdad el profeta”.
Otros decían:
"Este es el Mesías".
Pero otros decían:
"¿Es que de Galilea va a venir el
Mesías?
¿No dice la Escritura que vendrá del
linaje de David, y de Belén, el pueblo de David?"
Y así surgió entre la gente una
discordia por su causa. Algunos querían prenderlo, pero nadie le puso la mano encima.
Los guardias del templo acudieron a los
sumos sacerdotes y fariseos, y estos les dijeron:
"¿Por qué no lo habéis
traído?"
Los guardias respondieron:
"Jamás ha hablado nadie así".
Los fariseos les replicaron:
"¿También vosotros os habéis dejado
embaucar? ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él?
Esa gente que no entienden de la ley son
unos malditos".
Nicodemo, el que había
ido en otro tiempo a visitarlo y que era fariseo, les dijo:
"¿Acaso nuestra
ley permite juzgar a nadie sin escucharlo primero y averiguar lo que ha
hecho?"
Ellos les replicaron:
"¿También tú eres galileo?
Estudia y verás que de Galilea no salen
profetas".
Y se volvieron cada uno a su casa.
1. Lo primero que salta a la vista, en cuanto se lee
este evangelio, es que Jesús fue un hombre discutido. Tan discutido que,
mientras unos lo tenían por el Mesías, había gente que quería meterlo en la
cárcel o que, en cualquier caso, decían de él que no merecía crédito alguno.
Por supuesto, sabemos que los fariseos y los
dirigentes religiosos lo despreciaban y hasta querían acabar con él. Por esto,
la primera lección de este relato es que, cuando una persona pública y conocida
busca la aprobación general y ser apreciada por todo el mundo, eso es el signo
más preocupante y negativo que tal persona puede
ofrecer
de sí misma.
El que busca la aprobación general, merece el
desprecio general. El que se pone de parte de la verdad, sin más remedio,
tendrá enfrente a los enemigos de la verdad.
2. Es duro
saber que hay gente que a uno lo desprecia, no se fía de él, habla mal e
incluso querría borrarlo del mapa. Pero aún es más duro sentirse amenazado y en
peligro de terminar ante un tribunal, ser juzgado, ser condenado y ejecutado.
Esta experiencia tiene que ser muy dolorosa, humillante
y, en cualquier caso, extremadamente difícil de soportar. Jesús pasó por todo
esto.
Entre otras cosas, porque la gente que estaba de parte
de él era la plebe de los pobres e ignorantes, el "óchlos", como
decían los griegos, que es la palabra que pone aquí el evangelio de Juan (7,
49).
Jesús no perteneció nunca a la clase de los
privilegiados de la sociedad. Ni gozó de privilegio alguno. Todo lo contrario:
dijeron de él las peores cosas. Y precisamente los notables y privilegiados sociales
fueron los que lo rechazaron, lo despreciaron y lo persiguieron hasta la
muerte.
3. No es bueno
que todo el mundo hable bien de una persona. Ni es bueno pretender eso. En una
sociedad tan enfrentada y tan dividida, como la sociedad en que vivimos, la
pretensión de ser y verse aceptado y querido por todos, es una estupidez, una
ingenuidad y seguramente una cobardía, que solo demuestra la incapacidad para
afrontar la contradicción.
Hay psicologías débiles que, por su debilidad, no son
capaces ni de pensar que hay gente
enfrentada
a las ideas de uno o a las decisiones de uno. La vocación en defensa de los
pobres y de los que sufren es muy dura. Sobre todo, cuando uno se ve privado de
seguridades, de privilegios.
Una vida que no tiene a su favor más defensa que su
propia coherencia es, a la larga, una vida difícil y muy dura de llevar
adelante.
SAN HUGO
San Hugo, Obispo (año 1132)
Hugo significa "el inteligente".
Hay 16 santos o beatos que llevan el nombre de Hugo. Los dos más
famosos son San Hugo, Abad de Cluny (1109), y San Hugo, obispo de quien vamos a
hablar hoy.
San Hugo nació en Francia en el año 1052. Su padre Odilón, que se
había casado dos veces, al quedar viudo por segunda vez se hizo monje cartujo y
murió en el convento a la edad de cien años, teniendo el consuelo de que su
hijo que ya era obispo, le aplicara los últimos sacramentos y le ayudara a bien
morir.
A los 28 años nuestro santo ya era instruido en ciencias
eclesiásticas y tan agradable en su trato y de tan excelente conducta que su
obispo lo llevó como secretario a una reunión de obispos que se celebraba en
Avignon en el año 1080 para tratar de poner remedio a los desórdenes que había
en la diócesis de Grenoble. Allá en esa reunión o Sínodo, los obispos opinaron
que el más adaptado para poner orden en Grenoble era el joven Hugo y le
propusieron que se hiciera ordenar de sacerdote porque era un laico. El se
oponía porque era muy tímido y porque se creía indigno, pero el Delegado del
Sumo Pontífice logró convencerlo y le confirió la ordenación sacerdotal. Luego
se lo llevó a Roma para que el Papa Gregorio VII lo ordenara de obispo.
En Roma el Pontífice lo recibió muy amablemente. Hugo le consultó
acerca de las dos cosas que más le preocupaban: su timidez y convicción de que
no era digno de ser obispo, y las tentaciones terribles de malos pensamientos
que lo asaltaban muchas veces. El Pontífice lo animó diciéndole que
"cuando Dios da un cargo o una responsabilidad, se compromete a darle a la
persona las gracias o ayudas que necesita para lograr cumplir bien con esa
obligación", y que los pensamientos, aunque lleguen por montones a la
cabeza, con tal de que no se consientan ni se dejen estar con gusto en nuestro
cerebro, no son pecado ni quitan la amistad con Dios.
Gregorio VII ordenó de obispo al joven Hugo que sólo tenía 28 años, y
lo envió a dirigir la diócesis de Grenoble, en Francia. Allá estará de obispo
por 50 años, aunque renunciará el cargo ante 5 Pontífices, pero ninguno le
aceptará la renuncia.
Al llegar a Grenoble encontró que la situación de su diócesis era
desastrosa y quedó aterrado ante los desórdenes que allí se cometían. Los
cargos eclesiásticos se concedían a quien pagaba más dinero (Simonía se llama
este pecado). Los sacerdotes no se preocupaban por cumplir buen su celibato.
Los laicos se habían apoderado de los bienes de la Iglesia. En el obispado no
había ni siquiera con qué pagar a los empleados. Al pueblo no se le instruía casi
en religión y la ignorancia era total.
Por varios años se dedicó a combatir valientemente todos estos
abusos. Y aunque se echó en contra la enemistad de muchos que deseaban seguir
por el camino de la maldad, sin embargo la mayoría acepto sus recomendaciones y
el cambio fue total y admirable. El dedicaba largas horas a la oración y a la
meditación y recorría su diócesis de parroquia en parroquia corrigiendo abusos
y enseñando cómo obrar el bien.
Todos veían con admiración los cambios tan importantes en la ciudad,
en los pueblos y en los campos desde que Hugo era obispo. El único que parecía
no darse cuenta de todos estos éxitos era él mismo. Por eso, creyéndose un
inepto y un inútil para este cargo, se fue a un convento a rezar y a hacer
penitencia. Pero el Sumo Pontífice Gregorio VII, que lo necesitaba muchísimo
para que le ayudara a volver más fervorosa a la gente, lo llamó paternalmente y
lo hizo retornar otra vez a su diócesis a seguir siendo obispo. Al volver del
convento parecía como Moisés cuando volvió del Monte Sinaí que llegaba lleno de
resplandores. Las gentes notaron que ahora llegaba más santo, más elocuente
predicador y más fervoroso en todo.
Un día llegó San Bruno con 6 amigos a pedirle a San Hugo que les
concediera un sitio donde fundar un convento de gran rigidez, para los que
quisieran hacerse santos a base de oración, silencio, ayunos, estudio y
meditación. El santo obispo les dio un sitio llamado Cartuja, y allí en esas
tierras desiertas y apartadas fue fundada la Orden de los Cartujos, donde el
silencio es perpetuo (hablan el domingo de Pascua) y donde el ayuno, la
mortificación y la oración llevan a sus religiosos a una gran santidad.
Se dice que al construir la casa para los Cartujos no se encontraba
agua por ninguna parte. Y que San Hugo con una gran fe, recordando que cuando
Moisés golpeó la roca, de ella brotó agua en abundancia, se dedicó a cavar el
suelo con mucha fe y oración y obtuvo que brotara una fuente de agua que
abasteció a todo el gran convento.
En adelante San Bruno fue el director espiritual del obispo Hugo,
hasta el final de su vida. Y se cumplió lo que dice el Libro de los Proverbios:
"Triunfa quien pide consejo a los sabios y acepta sus correcciones".
A veces se retiraba de su diócesis para dedicarse en el convento a orar, a
meditar y a hacer penitencia en medio de aquel gran silencio, donde según sus
propias palabras "Nadie habla si no es para cosas extremadamente graves, y
lo demás se lo comunican por señas, con una seriedad y un respeto tan grandes,
que mueven a admiración". Para San Hugo sus días en la Cartuja eran como
un oasis en medio del desierto de este mundo corrompido y corruptor, pero
cuando ya llevaba varios días allí, su director San Bruno le avisaba que Dios
lo quería al frente de su diócesis, y tenía que volverse otra vez a su ciudad.
Los sacerdotes más fervorosos y el pueblo humilde aceptaban con muy
buena voluntad las órdenes y consejos del Santo obispo. Pero los relajados, y
sobre todo muchos altos empleados del gobierno que sentían que con este
Monseñor no tenían toda la libertad para pecar, se le opusieron fuertemente y
se esforzaron por hacerlo sufrir todo lo que pudieron. El callaba y soportaba todo
con paciencia por amor a Dios. Y a los sufrimientos que le proporcionaban los
enemigos de la santidad se le unían las enfermedades. Trastornos gástricos que
le producían dolores y le impedían digerir los alimentos. Un dolor de cabeza
continuo por más de 40 años (que no lo sabían sino su médico y su director
espiritual y que nadie podía sospechar porque su semblante era siempre alegre y
de buen humor). Y el martirio de los malos pensamientos que como moscas
inoportunas lo rodearon toda su vida haciéndolo sufrir muchísimo, pero sin
lograr que los consintiera o los admitiera con gusto en su cerebro.
Varias veces fue a Roma a visitar al Papa y a rogarle que le quitara
aquel oficio de obispo porque no se creía digno. Pero ni Gregorio VII, ni
Urbano II, ni Pascual II, ni Inocencio II, quisieron aceptarle su renuncia
porque sabían que era un gran apóstol y que si se creía indigno, ello se debía
más a su humildad, que a que en realidad no estuviera cumpliendo bien sus
oficios de obispo. Cuando ya muy anciano le pidió al Papa Honorio II que lo
librara de aquel cargo porque estaba muy viejo, débil y enfermo, el Sumo
Pontífice le respondió: "Prefiero de obispo a Hugo, viejo, débil y
enfermo, antes que a otro que esté lleno de juventud y de salud"
Era un gran orador, y como rezaba mucho antes de predicar, sus
sermones conmovían profundamente a sus oyentes. Era muy frecuente que, en medio
de sus sermones, grandes pecadores empezaran a llorar a grito entero y a
suplicar a grandes voces que el Señor Dios les perdonara sus pecados. Sus
sermones obtenían numerosas conversiones.
Tenía gran horror a la calumnia y a la murmuración. Cuando escuchaba
hablar contra otros exclamaba asustado: "Yo creo que eso no es así".
Y no aceptaba quejas contra nadie si no estaban muy bien comprobadas.
Una vez, cuando por un larguísimo verano hubo una enorme carestía y
gran escasez de alimentos, vendió el cáliz de oro que tenía y todos los objetos
de especial valor que había en su casa y con ese dinero compró alimentos para
los pobres. Y muchos ricos siguieron su ejemplo y vendieron sus joyas y así
lograron conseguir comida para la gente que se moría de hambre.
Al final de su vida la artritis le producía dolores inmensos y
continuos pero nadie se daba cuenta de que estaba sufriendo, porque sabía
colocar una muralla de sonrisas para que nadie supiera los dolores que estaba
padeciendo por amor a Dios y salvación de las almas.
Un día al verlo llorar por sus pecados le dijo un hombre: "-
Padre, ¿por qué llora, si jamás ha cometido un pecado deliberado y plenamente aceptado?
- ". Y él le respondió: "El Señor Dios encuentra manchas hasta en sus
propios ángeles. Y yo quiero decirle con el salmista: "Señor, perdóname
aun de aquellos pecados de los cuales yo no me he dado cuenta y no
recuerdo".
Poco antes de su muerte perdió la memoria y lo único que recordaba
eran los Salmos y el Padrenuestro. Y pasaba sus días repitiendo salmos y
rezando padres nuestros…
Murió cuando estaba para cumplir los 80 años, el 1 de abril de 1132.
El Papa Inocencio II lo declaró santo, dos años después de su muerte.
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