viernes, 17 de marzo de 2017

Párate un momento El Evangelio del dia 18 DE MARZO – SÁBADO – 2ª - SEMANA DE CUARESMA – A SAN CIRILO DE JERUSALEN, Obispo y Doctor



18 DE MARZO – SÁBADO –
2ª - SEMANA DE CUARESMA – A
SAN CIRILO DE JERUSALEN, Obispo y Doctor

Evangelio según san Lucas 15, 1-3. 11-32
    En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos:
"Este acoge a los pecadores y come con ellos'.
Jesús les dijo esta parábola:
"Un hombre tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte que me toca de la fortuna". El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. 
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos, y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces se dijo:
    "Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre". 
Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré:
    "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros".
Se puso en camino a donde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello, y se puso a besarlo.
Su hijo le dijo:
"Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo".
Pero el padre dijo a sus criados:
"Sacad enseguida el mejor traje, y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto, y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado". Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. 
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno dejos mozos, le preguntó qué pasaba.
Este le contestó:
"Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud".
Él se indignó y se negaba a entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Y él replicó a su padre:
"Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado".
El padre le dijo:
"Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado".

1.  Esta parábola es capital, enteramente central, en toda la Biblia para comprender la imagen que debemos tener de Dios. Y de nuestra relación con Dios.
El Dios de la Biblia es, con frecuencia, un Dios violento. En cerca de mil pasajes, la Biblia habla de la ira de Dios, que castiga con la muerte y la ruina (R. Schwager, J. A. Estrada, R. Brandscheidt...).
Jesús acaba con esa imagen de Dios mediante esta parábola. El Dios de Jesús es el Padre, que le da al hijo lo que le pide. Y que no le pide cuentas al hijo cuando vuelve arruinado y en la mayor miseria. Así es Dios.

2. Esta parábola no habla de la conversión del pecador. El hijo perdido vuelve a la casa del padre porque se moría de hambre. Le motiva, no el arrepentimiento, sino el interés y la necesidad.
El joven no habla de "pecado", sino de “desorden" (hátág (G. Lohfínk).
Por tanto, se deforma la enseñanza de Jesús
cuando se la presenta como un asunto de religión y no como realmente la presentó Jesús: como un problema de humanidad. 
Lo que Jesús destaca aquí es la profunda y desconcertante humanidad de Dios.

3. El comportamiento del Padre nos enseña:
1)  Que Dios acoge siempre, sin condiciones, sin exigir confesión ni ritual alguno.
2) La Iglesia tiene que imitar al Padre: nunca rechazar a nadie, nunca echar en cara nada a nadie, y siempre acoger con inmensa alegría, con abrazos, música y fiesta.
3) Cada uno de nosotros se tiene que portar como Dios se porta, aunque se trate del más perdido de tus hijos, de tus amigos, de tus vecinos, de quien sea.

SAN CIRILO DE JERUSALEN, Obispo y Doctor

Le tocó vivir en una de las épocas más difíciles de la historia de la Iglesia. Justo las de las controversias cristológicas en torno a la divinidad de Jesucristo. Se hacía cada vez más necesario llegar a fórmulas que precisaran los conceptos que se discutían; y esto no siempre se hizo en clima de seriedad científica, ni con espíritu apostólico buscando el bien de los cristianos. Se enredaron unos y otros en la controversia, poniendo excesivo énfasis en la defensa de los prestigios personales, tantas veces enmarañados con el afán de poder y de influencia; subieron de tono las envidias, los odios y rencores con evidente falta de respeto a la caridad, a la dignidad de las personas, a la veneración a los pastores. No fue precisamente una etapa que pueda presentarse como modélica y ejemplar en los comportamientos. Hubo santos como Cirilo y herejes también. Los apasionamientos hicieron que el estilo no fuera irreprochable.
Cirilo nació en Jerusalén alrededor del año 315. Sin que se sepa mucho más de su niñez, se le conoce como monje dedicado al estudio de la Sagrada Escritura y a la vida de oración y penitencia. Alrededor de sus treinta años se ordenó sacerdote; pronto pasó a ser obispo de Jerusalén, a la muerte de san Máximo, su predecesor; fue amigo de Hilario de Poitiers en Seleucia y de Atanasio. También san Jerónimo habla de él, pero con datos no excesivamente conformes con la historia.
Sus primeros años de obispo jerosolimitano fueron de una actividad intensa constatada por Basilio en Grande, que describe el estado floreciente de aquella Iglesia cuando la visitó, en el 357.
Después de un decenio de paz, comenzó para Cirilo un verdadero calvario. Se vio envuelto en una controversia con el metropolita de Cesarea, llamado Acacio. Era la disputa por la jurisdicción entre las dos sedes; pero aquello desembocó en una lucha doctrinal. Por medio estaba el pasado concilio de Nicea, y del mismo modo que Cirilo era incondicional al concilio, Acacio era enemigo acérrimo. Vinieron sínodos y apelaciones al emperador Constancio y el empleo de la fuerza; el resultado fue que Cirilo tiene que salir a su primer destierro camino de Antioquía. La recuperó en el año 362, siendo ya emperador Juliano el Apóstata; las tensiones entre Cesarea y Jerusalén volvieron a ponerse de manifiesto a la muerte de Acacio por el hecho de nombrar Cirilo un sucesor legítimo que no aceptaron los arrianos; así que, en el 367, comenzó un nuevo destierro, esta vez por once años. Al subir Graciano al Imperio pudo regresar Cirilo a su sede jerosolimitana, a finales del 378, para intentar poner en su sitio las piedras rotas por tanta desunión y herejía, procurando que la diócesis y sus fieles recuperaran el antiguo fervor.
Murió el peregrino errante en el año 386, después de haber conseguido pacificar algo las turbulencias y conseguir la unión con la Iglesia de algunos grupos separados.
Los sufrimientos no solo fueron físicos, sino también morales; en el apasionamiento de las peleas y diatribas no faltó quien le tachó de arriano, viendo en algunos actos de su prudencia concesiones a la galería de los separados; pero Cirilo se mostró siempre como defensor sin fisura de la fe que profesaba la Iglesia de Roma y estuvo incondicionalmente unido a ella.
Y eso que tenía un espíritu pacífico y conciliador, más amigo de enseñar que de polemizar. Su mejor elogio es el permanente odio de los arrianos, que en todo tiempo vieron en él un enemigo implacable.
Nombrado doctor de la Iglesia en 1882 por su enseñanza firme y constante, sin concesiones, con toda la precisión terminológica que cabía esperar en un catequista más que en un teólogo. Sus escritos son principalmente catequesis –obras maestras en su género– y pertenecen al primer período de paz en su sede de Jerusalén: una exposición sencilla y pastoral de la fe cristiana. Caben distinguirse las Catequesis que predicó a sus fieles de Jerusalén en la Cuaresma del año 384; unas, concretamente dieciocho, las dirigió a los catecúmenos, en la basílica de la Resurrección –esa que construyó Constantino sobre el lugar donde estuvo el sepulcro del Señor– y los temas desarrollados versan sobre el pecado, la penitencia y el bautismo, con algunos comentarios sistemáticos sobre los diversos artículos del Símbolo; otras –las que se llaman Mistagógicas– las predicó en la capilla del Santo Sepulcro, durante la semana de Pascua de ese mismo año y las dirigió a los neófitos –cristianos recién bautizados–, explicándoles las ceremonias del bautismo, e instruyéndoles sobre la Eucaristía y la liturgia de la Iglesia.

Quien piense que la historia de la Teología y de la Liturgia se ha escrito por maniáticos que ocuparon sendos despachos bien montados se equivoca; detrás de cada tratado o de cada disposición cultual hay toda una complicada trama forjada con la vida de hombres que decidieron ser fieles a los datos revelados, aunque eso les llevara a soportar las mayores penalidades.

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